Hasta el momento en que el Reverendo Benjamin Weir fue hecho rehén en las calles de Beirut en Abril de 1984, llevaba viviendo treinta y un años en el Líbano, en donde había enseñado teología, había hecho caridad, y había predicado la palabra. Durante décadas, él y su mujer Carol llegaron a identificarse completamente con los Musulmanes Libaneses al tiempo que se disociaban completamente del gobierno de los Estados Unidos (tanto, que ni siquiera sabían el nombre del embajador de los Estados Unidos en Beirut). Notablemente, el secuestro de Weir por extremistas Chiíes no sirvió para cambiar las opiniones de la pareja. Durante una reunión en Marzo de 1985 con el Secretario de Estado George Shultz, la señora Weir defendió de manera surrealista a los Chiíes como un pueblo sincero con "algunos agravios legítimos contra los Estados Unidos" y culpó del secuestro de su marido a la política exterior de los Estados Unidos. Después, a su lanzamiento del cautiverio, Weir celebró una conferencia de prensa en la cual exigió que el gobierno de los Estados Unidos satisfaciera completamente las exigencias de sus secuestradores.
Mientras que el dogmatismo de Weir los hace algo atípicos, muchos profesores, misioneros, y empleados Americanos de ayuda que viven en Beirut o por cualquier otra parte en el mundo Árabe comparten su perspectiva: ilimitada condolencia hacia los musulmanes y ensañamiento contra las acciones del gobierno de los Estados Unidos.
Robert D. Kaplan muestra dos cosas relativas a esta perspectiva en su pionero, fascinante e importante estudio: que los Weirs son herederos de una persistente tradición de Arabistas Americanos que se remonta un siglo y medio atrás; y que versiones templadas de su punto de vista han inspirado gran parte de la diplomacia Americana hacia Oriente Medio desde la Segunda Guerra Mundial.
La tradición Arabista se remonta a 1827 cuando Eli Smith, un recto Yanqui procedente de Yale y del Seminario Teológico de Andover, aterrizó en las montañas del Líbano para aprender la lengua Árabe. En unos años, Beirut se había convertido en el centro de un notable esfuerzo misionario de los Protestantes Americanos. Al contrario que los Arabistas Británicos, que siempre conservaron conexiones con su gobierno, estos Americanos cruzaron océanos y se enfrentaron con valentía a terribles contratiempos sin ayuda pública o un propósito secundario; se esforzaron tan sólo para llevar su visión del Cristianismo a Oriente Medio. Como observa el Kaplan, "El trabajo de Misión define al Arabista Americano, tanto como el imperialismo define al Arabista Británico".
Cuando se hizo evidente que pocos de Oriente Medio aceptarían su fe, los Arabistas se sumergieron en buenas acciones - dar de comer al hambriento, asistir al enfermo, y establecer escuelas (notablemente la Universidad Americana de Beirut, "probablemente la idea más inspirada de la historia de la ayuda exterior" según Kaplan). Tenían un vasto impacto cultural y político, especialmente en la promoción del Árabe como lengua literaria moderna y en incubar la ideología del nacionalismo Panarabista. "El primer programa de ayuda exterior de América" logró ciertamente su objetivo.
A través de sus lecturas y entrevistas, el Sr. Kaplan evoca maravillosamente este exótico destacamento avanzado de Americanos en el exterior. Mientras que son intachables patriotas Americanos, los Arabistas buscaron un modo de vida llamativamente no -Americano, con casas llenas de criados, pasión por los idiomas extranjeros, y un sentido singular de la continuidad de la familia. Talcott Seelye, embajador de los Estados Unidos en Siria hasta 1981, es, por ejemplo, la cuarta generación familiar que sirve en Levante; su bisabuelo llegó allí en 1849. Incluso hoy, la tradición de los Seelye continúa, pues una de sus hijas trabaja como ayudante de personal de la Reina Noor de Jordania. Esta es la élite y el romance del subtítulo de Kaplan.
El impacto Arabista en la política de los Estados Unidos data de finales de los años 40, cuando Washington primero se implicó activamente en Oriente Medio. Como sus primos, "las manos de China", los Arabistas tenían exactamente las habilidades que el Departamento de Estado buscaba: lengua, conocimiento de la cultura local, contactos útiles. La corte Arabista dominó así la oficina de Oriente Medio del Estado, logró absorber a muchos otras a su punto de vista, incluyendo a hijos de los granjeros medio Occidentales y naturales de New York City.
El problema fue, que también trajo extraños prejuicios al gobierno, reminiscencia de los de Weir. Ligados a su propio pequeño mundo, los Arabistas carecieron de la imaginación para entender tanto a los Estados Unidos como los intereses Americanos en el exterior. Les encantó un Oriente Medio prístino, y lamentaron su modernización. Contra toda evidencia, los Arabistas intentaron mostrar como quijotes "la armonía esencial de las culturas Occidental y Árabe - Islámica". En el lado negativo, detestaban a los Maronitas y a los Cristianos Ortodoxos Griegos, a los Franceses, y a los Iraníes ("Bajo un Arabista encontrará un anti - Iraní"). Pero sobretodo, odiaban a los Israelíes, a los que culparon hasta de estropear su idilio centenario como del apuro de los Palestinos. El creciente apoyo de Washington a Israel hizo que muchos Arabistas cayesen en el antisemitismo.
Como era de esperar, los Arabistas lograron un récord desastroso de hacer política. La "obsesión con los Árabes" que Kaplan ve como su rasgo definitorio hizo que les saliera el tiro por la culata en varias ocasiones. Con viejos rencores, rechazaron considerar el valor de Israel para los Estados Unidos. En ocasiones, hasta se pusieron del lado Árabe contra su propio gobierno (la más destacada en 1973, cuando James Akins, el embajador en Arabia Saudí, alentó a los ejecutivos de las compañías petroleras a "martillar en casa" la línea Saudí en Washington). Dada una ocasión de llevar a la práctica la política en Iraq, crearon la política destinada al fracaso de la satisfacción que animó a Saddam Husayn a invadir Kuwait.
Afortunadamente, el reinado Arabista en el Departamento de Estado toca a su fin, conforme los intrusos cargan con crecientes responsabilidades. Desde que Joseph Sisco asumió el control la oficina de Oriente Medio del Departamento de Estado en 1969, los "procesadores de paz" han ganado constantemente a expensas de los Arabistas. Los dos, muestra Kaplan, no podrían ser más distintos. Los de los procesos de paz apenas saben bastante Árabe como para dar instrucciones a un taxista. No están enganchados a las alfombras sino al conflicto Árabe - Israelí. No les gusta la cultura Árabe sino hacer política. Por placer, no leen libros de exploradores Británicos locos por la arena sino memoranda entre oficinas. Es simbólico del relevo de la vieja guardia, dos procesadores de paz (Dennis Ross y Martin Indyk) ahora aconsejan al secretario de estado sobre las negociaciones Árabe - Israelíes. Son bastante menos coloristas que los Arabistas, pero también hacen una política bastante mejor. Su falta de pasión y buena voluntad hicieron de Washington la fuerza principal tras el tratado de paz Egipcio - Israelí de 1979 y los acuerdos OLP - Israel de la semana pasada.
A la hora de arrojar luz sobre la herencia Arabista, Kaplan logra más que traer un aspecto oscuro de la vida Americana. Sondeando estas aguas profundas, muestra por qué la conexión de América con Oriente Medio inspira tales extrañas visiones e intensa pasión. No es sólo una cuestión de crudo o Israel; la devoción a los Árabes es también parte de nuestra historia.