Nota del editor: desde la publicación del presente artículo, se han hecho progresos significativos en la desactivación militar del frente de Suez. Tras la implantación de estos acuerdos, la atención se desplazará a las negociaciones de paz de Ginebra. Si bien hay margen de optimismo en el sentido de un acuerdo eventual de paz, Don Castellani, estudiante de lo relativo a Oriente Próximo recientemente incorporado tras dos años de residencia en Egipto, advierte de una lectura excesivamente optimista de las posturas egipcias.
En tres ocasiones desde 1948, Israel ha ganado guerras a Egipto y ha ocupado parte de sus territorios. Posteriormente ha sido sometido a intensas presiones internacionales favorables a la devolución de parte de esos territorios a Egipto a cambio de garantías de paz y seguridad.
Israel se ha opuesto constantemente estas presiones, temiendo estar renunciando a su ventaja tangible a cambio de garantías egipcias intangibles fácilmente remisibles. Los israelíes desconfían de sus vecinos egipcios y aducen que cualquier concesión que hagan será probablemente explotada. Puesto que no puede negociarse ninguna paz que evite esta desconfianza, grandes potencias al margen, parece especialmente relevante examinar el presente clima de posturas egipcias hacia Israel con el fin de determinar la veracidad de las exageradas intenciones pacíficas de Egipto.
La guerra de 1967 marca el comienzo de la actual situación. Perder el Sinaí parece haber alterado la opinión egipcia de su problema con Israel; lo que era "el problema de Palestina" se ha convertido ya en "el problema del Sinaí". El gancho de "los derechos palestinos" ha perdido tirón en favor de "la liberación de los territorios egipcios ocupados". Si bien fueron las amenazas egipcias a la existencia de Israel lo que provocó directamente el conflicto de 1967, la empresa egipcia entera desde entonces ha sido tachada de intento de reocupar sus territorios perdidos nada menos. Es el cambio crucial que precisa de análisis. Si Egipto sólo pretende hoy realmente recuperar el Sinaí, entonces sus intenciones serán pacíficas. Si se trata sin embargo de una trama diseñada para hacerse por la vía diplomática con lo perdido por la vía bélica, entonces el observador concluirá que las intenciones de Egipto siguen siendo agresivas. En resumen, se cuestiona la honestidad egipcia. ¿Niegan los egipcios tener cualquier plan de atacar a Israel sólo a causa de la ventaja táctica en juego o por ser sus verdaderas intenciones?
Hay gran cantidad de pruebas que demuestran que el cambio en la política egipcia pública hacia Israel no es sincero, sino un artificio táctico simplemente dirigido a presionar a los israelíes. Esto es evidente a través de (a) el examen de los llamamientos egipcios a la comunidad internacional, (b) los intereses de su cúpula militar, y (c) diversos indicadores más.
(a). Apelar a la presión política internacional que ha concentrado Egipto contra Israel arroja una dudosa luz sobre el discurso pacífico de Egipto. El cambio de su postura era casi inevitable tras la catástrofe de 1967, dado que sin renunciar a la esperanza de destruir Israel, ¿cómo podría presionar a Israel para que devuelva el Sinaí como gesto de paz? Al hablar de paz, los egipcios han descubierto una conveniente herramienta para sacar a Israel sin peligro sus posesiones perdidas en guerra. El discurso de paz egipcio ha explotado a fondo el ataque israelí del 5 de junio de 1967, afirmando que la agresión israelí provocó las hostilidades y omitiendo cualquier mención a los preparativos bélicos egipcios anteriores a esa jornada. En una maniobra imponentemente audaz, niegan totalmente los antiguos llamamientos a la guerra. Egipto ha logrado inducir a la mayor parte del mundo a olvidar que perdió el Sinaí como resultado de sus propias políticas agresivas, a base de negar tajantemente sus objetivos pre-1967. Asimismo, Egipto ha despertado considerables simpatías al retratarse como víctima inocente de un enemigo brutal y poderoso. Esta imagen se logró cuando Egipto limitó sus objetivos a la recuperación de una provincia conquistada y públicamente dejó de aspirar a la destrucción de un país soberano.
(b). ¿A quién de Egipto le interesa combatir a Israel, y por qué? Propaganda socialista aparte, la sociedad egipcia está dominada por estratos clasistas y para distinguir por tanto las diversas posturas hacia Israel, es imprescindible hacer en primer lugar ciertas clasificaciones elementales. (1) El país tiene una población de casi 40 millones de habitantes, de los cuales 30 millones residirían fuera de los dos municipios principales (El Cairo y Alejandría) y los seis millones de habitantes pobres que carecen prácticamente de cualquier influencia política en cuestiones de política exterior. Esto deja todo el peso político en manos de los siguientes colectivos: (2) los universitarios; las profesiones liberales, los intelectuales y los comerciantes; los militares de graduación y los funcionarios públicos. Juntos, estos colectivos representan menos de un millón de personas -- suponiendo el alrededor del 2% de población "ilustrada". Por último, está la selecta élite política (3), rondando en total varios cientos quizá, los legisladores actuales.
Examinando cada uno de estos tres grupos por separado, a su vez, descubrimos que la gran mayoría de los egipcios, los que entran en el primer grupo, son insignificantes políticamente. Esto se debe en parte a que el gobierno es autoritario, pero también a que no tienen casi nada que decir en política más allá de manifestaciones puntuales de tozudez e inflexibilidad. La visión del mundo que tiene el egipcio medio es considerablemente más limitada que la de prácticamente cualquier otro habitante de Oriente Próximo. Tiene menos experiencia de autogobierno, ha tenido menos contacto con extranjeros y se ha desplazado menos, es analfabeto y no tiene ningún entendimiento en absoluto de cuestiones internacionales. Los egipcios podrían ser en última instancia la población más pasiva del mundo, gracias a su nivel económico inferior y su naturaleza apolítica. Con respecto a Israel, la mayoría de los egipcios son, por supuesto, antagonistas, pero no violentamente, ni sus opiniones están arraigadas.
El segundo colectivo, aunque mejor informado y más interesado en Israel que la masa, sigue compartiendo su carácter apolítico. Cualquier interés político que llegue a existir se canaliza a asuntos internacionales, debido a los obstáculos a la implicación en cuestiones internas (léase policía secreta, ausencia de cobertura periodística). En cuanto a Israel, este grupo reitera la declaración del gobierno de que Egipto sólo quiere recuperar el Sinaí. Hacen un hincapié adicional en que una vez recupere el Sinaí, Egipto quedará satisfecho y no atacará a Israel por su cuenta. Esta gente normalmente es sincera al decir esto. No hacen sino acusar las hostilidades contra Israel y, conscientes del tremendo precio que pagan por la guerra, se muestran impacientes por acabarla. Estas personas — estudiantes temerosos del servicio militar, comerciantes sujetos a fuertes impuestos y regulaciones, profesionales liberales marcados por el desproporcionado peso militar y todos ellos acusando la tesitura económica fruto de los gastos militares — desean la paz por razones tangibles (interesadas). Todos esperan que el clima mejore para todos una vez se asiente la paz y exigen con impaciencia una resolución (los disturbios de los estudiantes plasman esto). Sólo una reducida minoría de la importante clase de las ciudades está realmente preocupada por el destino de Palestina o su población; se muestra incuestionablemente más preocupada por Egipto — es decir, por ellos mismos.
Esto nos conduce al tercer grupo, la selecta élite en el poder compuesta por unos cuantos periodistas, ingenieros, abogados y aristócratas, pero sobre todo por militares de alta graduación. La junta militar que llegó al poder en 1952 ha prescindido de su faceta militar a lo largo de dos décadas, y se ha convertido en una formación socialista democrática. Pero el gobierno sigue siendo, en la misma medida que siempre, una autocracia militar. Los oficiales vienen emprendiendo de forma continua empresas militares desde entonces, por varios motivos. i) Las fuerzas armadas siguen siendo su principal apoyo y una política militar activa interpreta un importante papel a la hora de conservar su apoyo. ii) Los ambiciosos planes de reforma social y desarrollo económico de los revolucionarios han fracasado, según convienen la mayoría de los observadores, y las conquistas militares han venido siendo un medio útil de desviar la crítica de la opinión pública. La guerra ha servido para proteger al régimen de la masa. iii) Las ambiciones de Nasser de alcanzar relevancia la internacional fueron satisfechas a través de una política exterior asertiva y, sobre todo, a través de la implicación militar.
Estas son las razones tras el conflicto inicial egipcio con Israel y seguirán alimentándolo hasta 1967. La cuestión a plantear ahora es si, en el seno de las circunstancias diferentes aparecidas desde entonces — y sobre todo desde la guerra del pasado octubre y el pacto de pacificación alcanzado recientemente — las razones siguen siendo válidas o no, si siguen motivando a los líderes egipcios o no.
Aunque cabría haber esperado que la nueva cúpula militar que reemplazó a los Generales en desgracia a causa de la guerra de 1967 hubiera deseado evitar mayores conflictos un tiempo tras aquella catástrofe, en realidad han venido presionando de forma continua en favor de la reanudación de las hostilidades. Se han mostrado impacientes por recuperar el Sinaí y por demostrar su superioridad frente a sus predecesores. Dado que Anwar el-Sadat no puede sobrevivir si pierde el favor de la cúpula militar, estas presiones favorables a la intervención fueron el factor crucial que condujo a la Guerra de Octubre. Diversas informaciones parecen apuntar que Sadat llevaba más de dos años aplazando, posponiendo la guerra casi a diario. En octubre, tras granjearse el apoyo de Arabia Saudí, Sadat acabó por dar su oportunidad al ejército.
Los resultados militares de la guerra, aunque malinterpretados de forma generalizada, quedan muy claros; a pesar de la ventaja inicial del ataque sorpresa, los egipcios salieron mal parados y solamente se salvaron de la derrota humillante gracias a que las superpotencias contuvieron a Israel. Parece, sin embargo, que la cúpula militar egipcia ha elegido ignorar este hecho y, fiel a la tradición, presiona una vez más en favor de la reanudación de las hostilidades. Las reiteradas amenazas que emanan de El Cairo desde octubre confirman su insaciable deseo de combate con Israel.
El régimen egipcio lleva desde 1967 dependiendo progresivamente más de su enfrentamiento con Israel para blindarse de las críticas de la opinión pública. El gobierno cuenta con un apoyo ridículo. Casi todos los sectores de la sociedad egipcia reclaman algún agravio relevante al gobierno: los ganaderos y los pobres de las ciudades se han visto afectados por las considerables subidas de los precios de los bienes de consumo de primera necesidad, los peones industriales han visto reprimidas sus huelgas, los comerciantes están paralizados por ordenanzas implantadas de forma corrupta y en permanente cambio, los universitarios temen ser llamados a filas, los soldados se movilizan en destinos indefinidos, la vieja aristocracia y los capitalistas detestan al gobierno por expropiar su patrimonio, las minorías han sido maltratadas, los coptos discriminados, los musulmanes ortodoxos se acuerdan y acusan la represión de los Hermanos Musulmanes, los comunistas son encarcelados...
Frente a tan multitudinaria oposición, es difícil imaginar que el régimen se distancie voluntariamente de un conflicto que reviste el inmenso valor de distraer a la opinión pública egipcia de sí misma. Si las hostilidades con Israel terminaran por la vía rápida, la cúpula egipcia perdería un escudo frente a las críticas. En este extremo el régimen es cautivo, en cierta medida, del conflicto — pero un cautivo propiciatorio, al servir el conflicto a su vez de barrera al descontento generalizado. Todo esto insinúa un motivo de peso para poner en tela de juicio que los líderes sean verdaderos entusiastas de la idea de la paz.
Anwar Sadat llegó al poder a finales de 1970, a la muerte de Nasser. Su administración se ha caracterizado por la reducción de la arbitrariedad en la administración pública. En política nacional esto queda en evidencia a través del mayor respeto a la ley; en política internacional lo plasma el control del aventurismo. El actual presidente egipcio no parece aspirar a ocupar una posición internacional como aspiraba Nasser; satisfacer su ego deja de ser un importante motivo para mantener la hostilidad con Israel. De hecho, lo que dice Sadat a la prensa extranjera acerca de su deseo de paz podría hasta ser cierto. Sin embargo, bajo las actuales circunstancias, sus deseos personales no tienen tanto peso como los imperativos nacionales y militares esbozados arriba.
(c). ¿Qué otros indicios hay de que Egipto no vaya a alcanzar una paz real con Israel aun cuando haya recuperado el Sinaí? En primer lugar, está la negativa egipcia de haber albergado intenciones de destruir a Israel en algún momento antes de la guerra de 1967, un precedente desconcertante. Si los egipcios pueden negar hoy haber planeado atacar a Israel hace poco, ¿por qué no iban a negar haber prometido convivir en paz con Israel una vez recuperado el Sinaí? El gobierno egipcio ya está inmerso en una maraña de comportamientos deliberados tan densa que no se puede confiar en su palabra con facilidad. Sus antecedentes son malos; para evitar futuras tesituras, Israel necesita más que una promesa egipcia.
En segundo lugar, la forma deliberadamente discreta en que cambiaron los objetivos egipcios tras 1967 es motivo de preocupación. La transformación de la política egipcia se concibió imperceptible para que sus impulsores negaran el cambio, no lo explicaran ni delinearan la nueva política. En otras palabras, al negar sus intenciones pre-1967 de "arrojar a los judíos al mar", los egipcios han evitado el lastre de renunciar oficialmente a esas intenciones. De haber anunciado explícitamente que las actuales maniobras militares y diplomáticas han dejado de orientarse a la destrucción de Israel, sino que se orientan exclusivamente a la recuperación del Sinaí, entonces el deseo egipcio de paz resultaría más creíble.
En tercer lugar, las versiones en árabe y en cristiano no encajan. La propaganda egipcia interna contradice de forma flagrante la tónica amante de la paz de la versión internacional. Dos ejemplos: mientras el ministro egipcio de exteriores ha augurado reiteradamente relaciones normales con Israel una vez se resuelva la cuestión del Sinaí, apenas el 19 de octubre de 1973, Mohamed Hassanein Heikal escribe lo siguiente a tenor de los objetivos árabes en su columna semanal del Al-Ahram: "Esta cuestión no guarda relación con la liberación de los territorios árabes ocupados desde el 5 de junio de 1967, sino que está más arraigada y cobra mayor importancia con el futuro de Israel". Asimismo, de las múltiples entrevistas concedidas por Sadat a Newsweek durante los últimos años, solamente una ha circulado dentro de Egipto; las demás fueron desmarcadas por los censores. Esto plasma la diferenciación escrupulosa entre las opiniones del gobierno dadas a conocer en el extranjero y las dadas a conocer a nivel nacional. Las unas tranquilizan con reiteradas menciones de la paz, las otras preocupan con menciones de guerra. Unas son afectadas, las otras airadas.
¿Cuál de las dos versiones es el reflejo más fiel de la postura del gobierno egipcio? Si suponemos que es la primera, entonces el gobierno practica un juego cobarde que con el tiempo se volverá en su contra. En lugar de ocultar sus intenciones pacíficas hacia Israel a la población hoy y sorprenderla más tarde con noticias del reconocimiento del país por su parte, Sadat debería de prepararla para los cambios que se avecinarían. Un político diestro e inteligente no es dado a cometer un error así; tampoco es esto razón para creer la alternativa, que las intenciones belicistas manifestadas a nivel nacional (en árabe) son correctas. De ser el caso, entonces Sadat habría estado mintiendo al mundo exterior, igual que miente Brezhnev cuando dice cosas favorables a tenor de la relajación de las tensiones con los occidentales y explica a sus correligionarios comunistas cómo explotará a Occidente. Y, como en el caso de los discursos de Brezhnev, acertaremos al creer la versión interna. Las dulces palabras destinadas al consumo internacional carecen de sentido cuando contradicen el duro relato nacional.
Un motivo final para poner en duda las pacíficas intenciones egipcias guarda relación con los cambios en la situación una vez vuelva a controlar el Sinaí. ¿Cómo se resistirá el ejército egipcio a la tentación de entrar en Israel, de triunfar tras tantas derrotas, cuando eso suceda? Es fácil hacer planes de detenerse en las fronteras del Sinaí hoy, pero cuando los egipcios controlen realmente la zona será diferente. Guarda relación con esto la probable confusión en la mente de los líderes egipcios entre debilidad y concesiones. Cuando los israelíes se retiren del Sinaí, esto podría ser interpretado como señal de debilidad, con independencia del caso real. Y es difícil creer que los egipcios vayan a resistirse a atacar al enemigo convencidos de que se retira.
En conclusión, las fuerzas de la paz en Egipto son reales; abarcarían a la población entera y, probablemente, a Sadat en persona. El palmarés de la guerra es numéricamente reducido pero enormemente influyente — líderes gubernamentales, militares principalmente, que creen que la guerra con Israel satisface sus intereses. Mientras ellos tengan el poder, no será posible ninguna paz verdadera con Israel.