Dos chapuzas diplomáticas en los últimos cuatro meses sugieren que es momento de que los políticos estadounidenses lleven a cabo cierta valoración profunda de la iniciativa encaminada a ayudar a llevar la paz a Israel y los árabes.
Cuando las negociaciones entre Israel y Siria se derrumbaron en marzo, el bando estadounidense sacó a la palestra al Presidente Clinton, su púgil diplomático definitivo, a cerrar un acuerdo.
Aunque las filas no habían compuesto los elementos del acuerdo - paso previo generalmente a permitir que se implique el presidente - Clinton se desplazó a Ginebra y se reunió con el líder sirio. La emboscada salió tan mal que el portavoz de la Casa Blanca informaría después que su superior no creía "productivo" reanudar las conversaciones sirio-israelíes.
Cuando las negociaciones entre Israel y los palestinos se derrumbaron este mes, Clinton volvió a dar el mismo paso casi exacto - excepto que esta vez no echó el rato del café, sino 15 jornadas de visitas a los líderes israelíes y palestinos. También esta vez comenzó sin garantía de acuerdo. Volvieron a derrumbarse - tan estrepitosamente que Barak declaró en rueda de prensa posterior que todas las ideas debatidas en el encuentro habían quedado "nulas y sin efecto".
El paralelismo entre estos dos fracasos va más allá. En ambas vías, el gobierno israelí hizo concesiones a su interlocutor árabe mucho más generosas de lo que nadie esperaba. Ehud Barak se mostró dispuesto a entregar a Damasco la totalidad de los Altos del Golán y mostró una desconocida disposición al compromiso en torno a Jerusalén, cuestión más emotiva a la que se enfrentan los suyos.
Más: Para hacer el acuerdo más apetitoso a los árabes, Barak hizo muy pocas exigencias a sus rivales - sin normalizar las relaciones con Siria, sin gesto de importancia para poner fin al conflicto con los palestinos.
Estos avances suscitaron un incisivo análisis de los métodos israelíes en círculos legislativos y mediáticos estadounidenses. ¿Podía Barak salir airoso de someter a referendo su acuerdo propuesto con Damasco? ¿Condenarían a su coalición de gobierno sus concesiones a los palestinos? El problema es que este hincapié en Israel se tradujo en ignorar casi del todo al otro bando del conflicto. No muchos prestaron atención a las reacciones muy negativas del escalafón sirio o el palestino medio. Y por eso fue una sorpresa que las negociaciones fracasaran. Para cualquiera que hubiera prestado atención a la política árabe, era de esperar.
Por supuesto, Hafez al-Assad consideró atractiva la devolución regalada de los mismos Altos del Golán que había perdido en conflicto 33 años antes, además de los miles de millones de dólares en ayudas que habría recibido de Occidente. Pero rechazó la generosa oferta de Barak por motivos nacionales, teniendo al parecer por su control de Siria si firmaba un acuerdo con Israel.
Por supuesto, a Yasser Arafat le gustaban los términos que ofrecía Israel, impensablemente generosos apenas meses antes, pero una enorme sección del estamento político palestino (y los escalafones de la opinión árabe y musulmana detrás) no ve motivos para aceptar menos que la totalidad de sus exigencias. ¿Por qué conformarse con el 90% de los territorios que reivindica la Autoridad Palestina cuando el Hezbolá libanés obtiene el 100% de sus exigencias?
En esta tónica, el jeque del grupo fundamentalista musulmán Hamás, Ajmed Yasín, considera cualquier acuerdo con Israel "no paz", sino "rendición impuesta por América e Israel". Invitaba a Arafat a abandonar las negociaciones de Camp David, diciendo que la Autoridad Palestina "está obligada a detener el proceso político entero con Israel y unirse a nosotros en las trincheras de la resistencia y la yihad [guerra santa]". La popularidad de esta valoración impidió a Arafat, el eterno pragmático, cerrar un acuerdo.
Los errores de Ginebra y Camp David ofrecen algunas lecciones sencillas a los estadounidenses.
En primer lugar, siempre hay que tener presente que fueron los árabes los que iniciaron el conflicto, y que son ellos los que tienen que acabarlo. Ambas vías de negociación dan erróneamente por sentado que los israelíes tienen el control: si deciden entregar las montañas o la ciudad sagrada, entonces es pan comido.
En realidad, Israel carece de tal poder. A la hora de hacer cuentas, las decisiones clave en materia de guerra o paz se toman en Damasco y El Cairo, no en Jerusalén o Tel Aviv.
Esto significa, en segundo lugar, que entender de verdad del conflicto árabe-israelí obliga a prestar más atención a las fuerzas que mueven la política árabe. ¿Qué temores marcan las decisiones de los líderes sirios? ¿Cómo desenredar la compleja madeja de las relaciones entre la Autoridad Palestina y Hamás?
Esto no es fácil; en contraste con las cuestiones israelíes, seductoramente familiares, es difícil tener información fidedigna de Siria, y la Autoridad Palestina es un híbrido inusual de estilos democráticos y despóticos.
Tan difícil como es, entender el conflicto árabe-israelí significa disponer de un punto de referencia del bando árabe de la ecuación mucho mejor.