"No hay alternativa", afirma el gobierno Barak al explicar el motivo de que planee el retorno a las negociaciones con el secretario de la Autoridad Palestina Yasser Arafat. "A la hora de hacer cuentas, la vía diplomática es la que triunfará", afirma el Ministro de Exteriores Shlomo Ben-Ami.
De igual manera, un editorial del Ha'aretz anuncia que la fuerza militar no puede afrontar la violencia palestina; "la solución realista consiste en avanzar hacia la coexistencia, basada en compromisos y acuerdos negociados". Los sondeos indican que una mayoría solvente de israelíes conviene en que no hay alternativa a la diplomacia.
Pero existe una alternativa - alternativa que no es particularmente atractiva ni emocionante, claro está, pero que sí aborda el problema estratégico del país.
Esa alternativa, a propósito, no es la "separación unilateral" que el gobierno de Barak ha dejado caer, y que puede resumirse "nosotros aquí y ellos allí".
La separación unilateral significa imponer fronteras del gusto de Israel entre su población y los palestinos; según la colorista formulación de Barak, Israel sería "el chalet situado en una selva". La propia analogía de Barak indica el motivo de que no funcione; un chalet en la selva no aguanta mucho tiempo. De igual forma, Israel no puede hallar la verdadera seguridad entre muros. Incluso si los muros funcionan frente a la Autoridad Palestina (esperanza inverosímil - piense en el sur del Líbano), no sirven para nada frente a las amenazas planteadas por los muchos otros enemigos de Israel.
La separación tiene otro defecto: Como las negociaciones de Oslo, postula falsamente que Israel puede llevar la iniciativa a la hora de tomar decisiones clave de guerra y paz. Los israelíes no podrán empezar a abordar la amenaza a la que se enfrentan hasta advertir que tales decisiones no se toman en Jerusalén o Tel Aviv, sino en El Cairo, Gaza, Ammán o Damasco. El conflicto, en otras palabras, solamente acabará cuando los árabes acepten la existencia permanente de un estado judío soberano en su entorno, no cuando los israelíes decidan que debe terminar.
Este hecho frustra claramente a los israelíes, impacientes por dejar atrás su conflicto de un siglo con los árabes. Pero no pueden hacer esto por su cuenta, solamente pueden tratar de instar a los árabes a hacerlo. Israel no puede obligar a los árabes a alcanzar esta conclusión, sólo puede tratar de inducirles indirectamente a hacerlo por su cuenta.
Una vez se reconcilien los israelíes con estas verdades inalterables, su alternativa a la diplomacia queda clara, hasta evidente en sí misma, y no es nueva ni exótica. Consiste básicamente en el retorno a la era pre-Oslo, cuando los israelíes entendían dos hechos: (1) Que la gran mayoría de los árabes quieren que Israel sea destruido militarmente, y (2) Que la única forma de hacerles cambiar de opinión es poniendo de manifiesto que este objetivo no tiene ninguna posibilidad de triunfar. Perseguirlo, en la práctica, empobrece y debilita a los árabes, sin perjudicar seriamente a Israel.
Esto, que se llama política de disuasión, dominó el razonamiento israelí durante los 45 primeros años del país, 1948-93, y funcionó bien.
El reconocimiento de la inmutabilidad de Israel, por ejemplo, fue lo que empujó a Anwar Sadat a renunciar al enfrentamiento militar y volar a Jerusalén en 1977.
El problema fue que incluso si la disuasión agotaba visiblemente la voluntad árabe de destruir a Israel, también agotaba la voluntad israelí de forma más sutil pero no menos segura. Siendo la disuasión lenta, errática y pasiva, por no decir cara o indirecta, es difícil de sostener durante décadas. Con el tiempo, los israelíes se impacientaron buscando un enfoque más rápido y activo.
Esa impaciencia trajo los acuerdos de Oslo de 1993, en los que los israelíes iniciaban pasos más creativos y activos hacia el final del conflicto. Tan totalmente desapareció la disuasión del vocabulario israelí que hoy ni siquiera se considera al debatir las opciones políticas, llevando a la percepción generalizada de que "no hay alternativa" a la diplomacia.
Los israelíes solamente recurrirán a la disuasión cuando lleguen a la conclusión de que las soluciones más emocionantes les han fallado. Más tristes pero más sabios, volverán a descubrir la única política que les ha hecho servicio: la disuasión. Cuanto antes suceda, menos daños sufrirán.
En perspectiva, los 90 serán considerados la década perdida de Israel, la época en la que los frutos de los años anteriores se malgastaron, en que la seguridad del país retrocedió. Los libros de historia retratarán a Israel durante esta época igual que a Gran Bretaña o Francia en los años 30, un lugar bajo el influjo de un espejismo, en donde el sueño de evitar la guerra sembró en la práctica las semillas del siguiente conflicto.