A finales de julio, en un viaje organizado por el Washington Institute for Near East Policy, tuve oportunidad de reunirme con Benjamin Netanyahu y Yasser Arafat en días diferentes. Estos encuentros establecen un contraste muy notable.
A nivel superficial, los dos caballeros no tienen casi nada en común. El primer ministro israelí tiene 46 años, el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina tiene 66. El primero ocupa el puesto desde hace unos 30 días, el segundo 30 años. Uno de ellos es limpio y aseado, el otro va sin afeitar y es (en palabras de un diplomático estadounidense que le ve regularmente) "feo como un sapo". Uno ha pasado cerca de la mitad de su vida en Estados Unidos, el otro apenas ha pasado una semana de visita. Uno habla un inglés impecable, el otro practica una lengua vernácula idiosincrásica y autodidacta.
El enfoque de reunirse con estos dos líderes no podría haber sido más diferente. Mi grupo fue a ver a Netanyahu en su oficina de Tel Aviv, ubicada en un edificio de un complejo militar; nadie nos hizo caso. Ir a ver a Arafat es mucho más azaroso y ceremonial. En el puesto de control de Erez (la frontera práctica entre Israel y Gaza) dejamos atrás nuestro hermoso autobús israelí nuevo y entramos en un viejo (y no muy limpio) autobús palestino. Este vehículo hizo todo lo posible por viajar a la par de dos vehículos de policía fuertemente armados mientras recorrían las calles de Gaza, con las luces puestas y las sirenas sonando, empujando todo el tráfico al arcén. (Estamos sin duda alguna viendo algo extraordinario, al retortero de los coches de escolta). Sabes que todos nos prestan atención.
El lugar de las reuniones también fue diferente. Netanyahu se reunió con nosotros en una sala de conferencias sin ventanas, monótona y demasiado cálida, de la clase que puede pertenecer a un abogado que no ha visto un cliente en años. La estancia no alberga pertenencias del primer ministro. Arafat nos recibió en su despacho espacioso con vistas al mar Mediterráneo, rodeado de parafernalia e insignias. En las paredes colgaban los testimonios de los "mártires de la revolución palestina".
Netanyahu llegó a la sala de conferencias sin previo aviso y no acompañado por sus ayudantes. Casualmente pasó por la sala y estrechó la mano a los invitados, casi todos de los cuales ya conocía. Para conocer a Arafat, hicimos una cola y fuimos recibidos ceremonialmente, con las cámaras trabajando. A pesar de que nuestros nombres le eran susurrados al estrechar la mano, claramente no tenía idea de nuestros nombres ni profesiones, ni tampoco parecía importarle.
Mi turno en la fila de recepción de Arafat. Al fondo, de izquierda a derecha, Daniel C. Kurtzer, Edward Abington, Jr., Satloff Robert, un empleado de la oficina de Arafat, y Douglas Feith. |
Durante la misma reunión, Netanyahu se mantuvo solo. Por el contrario, Arafat estaba flanqueado por una multitud de guardias de seguridad, asistentes, un fotógrafo y un taquígrafo.
Una vez que comenzó la reunión, las diferencias aumentaron. El Primer Ministro Netanyahu esbozó una visión de Israel en el próximo siglo al estilo de Newt Gingerich, hablando de alta tecnología, oportunidades sin precedentes y crecimiento económico ilimitado. Señaló que hoy Israel tiene una renta per cápita equivalente a la de Gran Bretaña - y ha logrado esto a pesar de los muchos obstáculos al crecimiento económico del país (tales como el elevado gasto militar y la herencia de instituciones socialistas).
En una afirmación particularmente dramática, Netanyahu dice que Israel tiene el potencial de tener la mayor renta per cápita del mundo. Señala que las viejas consideraciones - la economía de fases, la proximidad a los mercados - ya no importan, reduciendo el pasivo de Israel. En su lugar, lo que ahora cuenta son los "pensadores conceptuales", e Israel tiene más y mejor de éstos per cápita que ningún otro país. Sus programadores informáticos y especialistas médicos, por ejemplo, se encuentran entre los mejores del mundo. Parte de sus puntos fuertes son más sutiles: la fuerza aérea, dijo, mantiene un registro de un millón de piezas, y lo hace con gran éxito. Los servicios de Inteligencia están "jugando ya en la autopista de la información".
Por el contrario, como si fuera un alcalde, Arafat vive entre temores sin importancia, peligro y problemas. Se queja amargamente de que al no dejar que los habitantes de Gaza trabajen en Israel, Israel está matando de "hambre" a Gaza. Afirma que los residentes judíos de Gaza, que componen menos del 1% de su población, consumen hasta el 85% de sus recursos hídricos. Dedica una cantidad extraordinaria de tiempo a convencernos de una teoría conspirativa: que la cadena de devastadoras deflagraciones que se registraron en ciudades israelíes durante febrero y marzo de 1996 fueron producto de la colaboración de grupos judíos "fanáticos" y colectivos palestinos "fanáticos" (pretendiendo ambos interrumpir el proceso de paz). Para probar esta idea, Arafat enviaba a un ayudante a traerle unos folios israelíes en blanco, que a continuación insistía formaban parte de la trama. En un intercambio barroco con uno de sus ayudantes, Arafat le amenazó con encerrarle; el presidente parecía estar bromeando (el ayudante nunca dejó de sonreír), pero ninguno de nosotros lo supimos a ciencia cierta.
Estas dos reuniones fueron un ejemplo. El primer ministro israelí, al frente de un estado poderoso, pudo darse el lujo de ser modesto, al tiempo que el palestino tenía que impresionar con su autoridad. Netanyahu brillaba y miraba al futuro, Arafat se quejaba e ilustra la dolorosa factura de los errores pasados y presentes.