Najba, "catástrofe" en árabe, se ha colado en la lengua vernácula en referencia al conflicto árabe israelí. Según define el portal antiisraelí The Electronic Intifada, Najba significa "la expulsión y el desahucio de cientos de miles [de] palestinos de sus hogares y tierras en 1948".
Los que quieren que Israel deje de existir promueven activamente el discurso de la Najba. Por ejemplo, el Día de la Najba hace las veces de luto palestino por la jornada festiva del Día de la Independencia de Israel, publicitando anualmente los presuntos pecados de Israel. Tanto se ha asentado que Ban Ki-moon, Secretario General de las Naciones Unidas — la misma institución que creó el Estado de Israel — ha enviado su pésame "al pueblo palestino con motivo de la jornada de la Najba". Hasta Neve Shalom, una comunidad mixta de Israel que dice implicarse en "labores educativas por la paz, la igualdad y el entendimiento entre las dos poblaciones", conmemora religiosamente el Día de la Najba.
La ideología de la Najba presenta a los palestinos como víctimas sin elección, y por tanto sin ninguna responsabilidad, de los males que les aquejan. Se culpa a Israel en solitario del problema de los refugiados palestinos. Esta opinión reviste un atractivo intuitivo, dado que los musulmanes y los palestinos cristianos vienen constituyendo desde hace tiempo la mayoría en el territorio que se convirtió en Israel, en el que la mayoría de los judíos eran relativos advenedizos.
Sentido intuitivo, no obstante, no equivale a precisión histórica. En su nuevo tour de force, Palestina traicionada, Efraim Karsh, de la Universidad de Londres, ofrece lo segundo. Con la profunda labor de documentación que le caracteriza — apoyándose en este caso en cantidades ingentes de documentos recién desclasificados del período del gobierno británico y la primera guerra árabe-israelí, 1917–49 — presentaciones claras y sensatez histórica meticulosa, Karsh defiende lo contrario: que los palestinos decidieron su propio destino y ostentan la práctica totalidad de la responsabilidad de ser refugiados.
En palabras de Karsh: "Lejos de ser víctimas indefensas del ataque sionista depredador, fueron líderes palestinos árabes los que, a partir de los años 20 y en contra de los deseos de su propios seguidores, protagonizaron una campaña inclemente por diezmar el renacimiento nacional judío que culminó en el intento violento de abortar la resolución de partición de las Naciones Unidas". Más en general, observa, "el enfrentamiento judeo-palestino no tenía nada de inevitable, por no hablar del conflicto árabe-israelí".
Pero de forma más contraintuitiva, Karsh demuestra que su interpretación era la opinión generalizada, sin cuestión de hecho, a finales de los años 40. Sólo con el paso del tiempo "los palestinos y sus partidarios occidentales modificaron gradualmente su discurso nacional", convirtiendo así a Israel en el culpable exclusivo, el criticado en las Naciones Unidas, las aulas universitarias y los editoriales.
Karsh expone con éxito su versión fijando dos puntos principales: que (1) el bando judeo-israelí buscó de manera perpetua llegar a un compromiso al tiempo que el bando palestino-árabe-musulmán rechazó prácticamente todos los acuerdos; y (2) la intransigencia y la violencia árabes provocaron la "catástrofe" autoinfligida.
El primer punto resulta más familiar, especialmente desde los Acuerdos de Oslo de 1993, al permanecer dentro de los patrones actuales. Karsh deja en evidencia la consistencia de la disposición judía y el rechazo árabe, remontándose a la Declaración de Balfour y persistiendo a lo largo del periodo del gobierno británico. (Por si acaso, la Declaración de Balfour de 1917 expresa la intención londinense de crear en Palestina "una patria nacional para el pueblo judío", y la conquista británica de Palestina apenas 37 jornadas después le dio el control de Palestina hasta 1948).
Durante los primeros años desde 1917, la reacción árabe fue nula, mientras líderes y colectivos advertían por igual los beneficios de la dinámica empresa sionista que ayudaba a reanimar una Palestina pobre, desfasada y apenas poblada. Con ayuda británica, surgió entonces la repugnante figura que dominaría la política palestina durante las tres décadas siguientes: Amín al-Husseini. A partir de 1921 más o menos, documenta Karsh, sionistas y palestinos tenían muchas decisiones que tomar: mientras los primeros optaron invariablemente por el compromiso, los segundos se decantaron invariablemente por el exterminio.
Desde diversas instancias — muftí, responsable de organizaciones políticas e islámicas, aliado de Hitler, héroe de las masas árabes — Husseini empujó a sus seguidores a lo que Karsh llama "un rumbo invariable de colisión con el movimiento sionista". Odiando tanto a los judíos que fue a alistarse en la maquinaria del genocidio Nazi, Husseini se negaba a aceptar su presencia en cualquier número en Palestina, y mucho menos alguna forma de soberanía sionista.
Desde los primeros años 20, pues, se es testigo de un patrón en vigor que resulta familiar hoy: El acomodo sionista, las "concesiones dolorosas" y los esfuerzos de superación de diferencias se encuentran con el antisemitismo palestino, su violencia y su rechazo.
Complementando este dramatis personae binario y complicando su acusado contraste, aparecen las masas palestinas en general más abiertas, la desgracia de autoridad del mandato británico antisemita, un monarca jordano impaciente por gobernar entre los judíos como súbditos, líderes de países árabes sin escrúpulos y un gobierno estadounidense errático.
A pesar de la radicalización de la opinión palestina a manos del muftí y a pesar de la llegada al poder de los Nazis, los sionistas siguieron optando por el acomodo. Hicieron falta años, pero la política sin ganadores del muftí y el eliminacionismo convencieron con el tiempo a los líderes Laboristas reacios, David Ben-Gurión incluido, de que los gestos no iban a facilitar su sueño de aceptación. Aun así, a pesar de reiterados fracasos, avanzaron en la búsqueda de un socio árabe moderado con el que llegar a un acuerdo.
En contraste, Ze'ev Jabotinsky, el favorito del partido Likud hoy, entendió ya en 1923 que "no existe ni el menor atisbo de esperanza de obtener alguna vez el acuerdo de los árabes de la Tierra de Israel para que 'Palestina' se convierta en un país de mayoría judía". Aun así rechazaba la idea de expulsar a los árabes, e insistía en su total integración dentro de un estado judío.
Esta dialéctica culminó en noviembre de 1947, cuando las Naciones Unidas aprobaron un plan de partición que en la actualidad se llamaría solución de los dos estados. En otras palabras, a los palestinos les era servido en bandeja de plata un estado. Los sionistas se alegraron pero los líderes palestinos, el perverso Husseini al frente, rechazaron tajantes cualquier solución que aprobara la independencia judía. Insistieron en tenerlo todo y por eso no sacaron nada. De haber aceptado el plan de las Naciones Unidas, Palestina celebraría su sexagésimo segundo cumpleaños este mayo. Y no habría habido ninguna Najba.
"De haber aceptado el plan de las Naciones Unidas, Palestina celebraría su sexagésimo segundo cumpleaños este mayo. Y no habría habido ninguna Najba". |
La parte más original de Palestina traicionada es la mitad que alberga un repaso detallado de la marcha de musulmanes y cristianos de Palestina de 1947 a 1949. La investigación documental de Karsh cobra en esto vida propia, permitiéndole trazar una imagen excepcionalmente detallada de las circunstancias concretas de la marcha árabe. Detalla uno a uno los diversos núcleos de población árabe — Qastel, Deir Yassín, Tiberias, Haifa, Jaffa, Jerusalén, Safad — y después examina de cerca los pueblos.
La guerra israelí de independencia se divide en dos partes. Las feroces hostilidades iniciadas a las dos horas de la votación de partición de Palestina en las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947 hasta la víspera de la evacuación británica el 14 de mayo de 1948. El conflicto internacional comienza el 15 de mayo (el día después de nacer Israel), cuando cinco ejércitos nacionales árabes invadieron, con hostilidades que se prolongan hasta enero de 1949. La primera mitad consiste en gran medida de guerra de guerrillas, la segunda sobre todo de conflicto convencional. Más de la mitad (entre 300.000 y 340.000) de los 600.000 refugiados árabes huyeron antes de la evacuación británica, y la mayoría de ellos durante el último mes.
Los palestinos se marcharon por un amplio abanico de circunstancias y diversas razones. Los mandos árabes ordenaron a los no combatientes quitarse de en medio de las maniobras o amenazaron a los rezagados con tratarlos como traidores si se quedaban; o exigieron que los pueblos fueran evacuados para mejorar su avance en el campo de batalla; prometieron un retorno seguro en cuestión de días. Algunas comunidades prefirieron huir antes que acceder a una tregua con los sionistas; en palabras del edil de Jaffa: "No me importa la destrucción de Jaffa si garantizamos la destrucción de Tel Aviv". Los agentes del muftí atacaban a los judíos para provocar hostilidades. Las familias con los recursos para hacerlo huían del peligro. Cuando los hortelanos supieron que sus terratenientes serían castigados, temieron ser expulsados y tomaron medidas preventivas abandonando las tierras. Los odios enfrentados se adelantaban a la planificación. Se generalizó la ausencia de comida y demás bienes de primera necesidad. Servicios públicos como el abastecimiento de agua potable fueron abandonados. Se contagiaba el miedo a los árabes armados, así como los rumores de atrocidades sionistas.
En solamente un caso (Lydda) efectivos israelíes sacaron a los árabes. La singularidad de este acontecimiento merece hincapié. Karsh explica la primera fase entera del enfrentamiento: "Ninguno de los entre 170.000 y 180.000 árabes que abandonaban los núcleos urbanos, y solamente un puñado de los entre 130.000 y 160.000 aldeanos que abandonaban sus hogares, habían sido expulsados por los judíos".
El escalafón palestino rechazaba la idea de un retorno demográfico, al considerar en esto un reconocimiento implícito del naciente Estado de Israel. Los israelíes estaban dispuestos al principio a recuperar a los evacuados pero a medida que avanzaba el conflicto endurecieron sus posturas. El Primer Ministro Ben-Gurión explicaba sus ideas el 16 de junio de 1948: "Será una guerra a vida o muerte y [los evacuados] no deben de poder volver a los lugares abandonados… Nosotros no empezamos la guerra. Ellos emprendieron la guerra. Jaffa nos declaró la guerra, Haifa nos declaró la guerra, Beisan nos declaró la guerra. Y no quiero que vuelvan a emprender la guerra".
En resumen, explica Karsh, "fueron las acciones del escalafón árabe las que condenaron a cientos de miles de palestinos al exilio".
En su obra, Karsh establece dos hechos importantes: que los árabes abortaron un estado palestino, y que ellos provocaron la Najba. En el ínterin, confirma su posición de historiador destacado del Oriente Próximo moderno en activo hoy, y amplía los razonamientos de tres de sus obras previas. Su magnum opus, Imperios de arena: la lucha por el control de Oriente Próximo, 1789-1923 (con Inari Karsh, 1999), sostenía que los habitantes de Oriente Próximo no son, como se piensa normalmente, "víctimas indefensas de potencias imperiales depredadoras, sino participantes activos en la restructuración de su región", un cambio de enormes implicaciones políticas. Palestina traicionada aplica las tesis de esa obra al conflicto árabe-israelí, privando a los palestinos de excusas y victimismos, demostrando que ellos eligieron su destino de forma activa, aunque errónea.
En Invención de la historia israelí: los "nuevos historiadores" (1997), Karsh denuncia la pobre labor académica, hasta fraudulenta, de la escuela de historiadores israelíes que achacan el problema de los refugiados palestinos 1948–49 al estado judío. Palestina traicionada ofrece la otra cara; si la obra anterior desmiente errores, esta asienta verdades. Por último, en Imperialismo islámico: crónica (2006), ponía de manifiesto el núcleo expansionista de la confesión islámica en acción a lo largo de los siglos; aquí se explora ese ánimo en detalle concreto entre los palestinos, vinculando la mentalidad islámica supremacista con el rechazo a realizar cualquier concesión práctica a la soberanía judía.
Palestina traicionada vuelve a enmarcar el debate árabe-israelí actual, al situarlo dentro de su contexto histórico real. Evidenciando que durante 90 años el escalafón político palestino ha optado por rechazar "el renacimiento judío nacional [y por insistir en] la necesidad de su destrucción violenta", Karsh concluye correctamente que el conflicto acabará sólo cuando los palestinos renuncien a sus "esperanzas genocidas".