En el año 1900, la Arabia central apenas estaba poblada, era pobre hasta decir basta y remota. Inútil para los europeos, la mayor parte de la península se salvó de la colonización y siguió siendo una de las contadas regiones del mundo prácticamente virgen de influencias occidentales. Entonces, como sabe todo hijo de vecino, llegó el petróleo. Los saudíes vendieron su primera licencia de prospección en 1923 y el primer pozo de extracción estaba produciendo en 1938; a los pocos años, la recaudación por ejercicio del crudo rebasaba el millón de dólares. La cota de los 1.000 millones de dólares se superó en el año 1970, y la de los 100.000 millones de dólares en 1980. La vida en Arabia Saudí fue transformada por los efectos del desarrollo, la presencia de mano de obra extranjera y el empaque internacional - de forma más radical quizá de lo que se había transformado la vida cotidiana en cualquier otra parte del mundo en cualquier otro momento de la experiencia humana.
La tragedia de la bonanza del barril casi ha eclipsado la historia de los acontecimientos políticos en Arabia central - lo que es una pena, siendo la crónica de una familia que saltó del olvido a la influencia extraordinaria en cuestión de dos generaciones, y no solamente en virtud de los ingresos del petróleo. Como implica su título, tanto El Reino como La Casa de Saud ponen el acento en la dinastía en el poder en Arabia Saudí, la familia Saud, cuya historia se remonta a 1744, cuando un pariente lejano unió fuerzas con el líder del movimiento religioso wahabí. Juntas, la organización saudí y las doctrinas wahabíes alumbraron dos reinos, destruidos ambos a las pocas décadas. Por entonces, Abd al-Aziz ibn Abd ar-Rajman ibn Faysal as-Saud (conocido a menudo en Occidente como Abd al-Aziz o Bin Saud) era un joven de los años 80 del siglo XIX y su familia lo había perdido todo, incluyendo el hogar familiar, Riad. En enero de 1902, comenzó su carrera de conquista encabezando a 60 efectivos para recuperar Riad.
Tanto Robert Lacey como David Holden y Richard Johns empiezan la crónica allí. A partir de este pequeño seguimiento, durante una horquilla de 32 años, Abd al-Aziz se van construyendo un vasto imperio en el desierto, el Reino de Arabia Saudí hoy. Creó un estado único que se extendería del Golfo Pérsico al Mar Rojo y a continuación lo defendió con las armas, algo que nadie había hecho con anterioridad. Destacó como diplomático y ambas obras se detienen en una faceta de su sentido político que ha revestido bastante interés y relevancia: En notable medida, utilizó el matrimonio como herramienta diplomática, convirtiendo su propio lecho en el centro de los esfuerzos por mantener unidos los territorios que conquistaba. Explotando al máximo el derecho del varón musulmán a tener cuatro esposas a la vez y divorciarse de ellas a voluntad, contrajo matrimonio con unas 300 mujeres y tuvo 45 hijos reconocidos de 22 madres por lo menos. En palabras de Lacey, se construyó un imperio "con una espada de acero y una espada de carne".
Ambas obras muestran que, para el momento de su muerte en 1953, Abd al-Aziz era una reliquia de tiempos pretéritos y lo mucho que el gobierno saudí plasma esta realidad. Abd al-Aziz era el país, y sus asesores personales y parientes próximos componían su administración. No había más función pública que las asambleas reales, y las únicas sedes del Estado eran los palacios. El monarca repartía personalmente los fondos del gobierno, normalmente en generosas dosis propias de las leyendas, sacos de monedas de oro.
Todo cambiaría durante las décadas siguientes. Lacey muestra que la burocracia proliferó, los comités reemplazaron a la gestión patrimonial y los programas sociales a gran escala ocuparon el lugar de las monedas de oro. A día de hoy, las líneas maestras de las instituciones y los políticos saudíes replican las marcadas por Abd al-Aziz. Dos ejemplos: los miembros de la familia real siguen ocupando los cargos políticos y militares más sensibles del reino, y los esfuerzos de Abd al-'Aziz por tener a raya los conflictos árabes internos siguen caracterizando la postura saudí en las cuestiones internacionales.
El Reino y La Casa de Saud se ocupan de la misma materia, la historia dinástica saudí desde la captura de Riad en 1962 al asedio a la Meca en 1979. Firmados ambos por periodistas británicos, los libros son casi idénticos en su extensión y se dirigen a la misma audiencia general. Lacey, que tiene cuatro libros de monarcas y aristócratas de Gran Bretaña en su haber, llegó profano a esta cuestión. Residió siete años en Arabia Saudí, habló al parecer con todo el mundo familiarizado con la dinastía, examinó los historiales del Servicio Exterior en Londres y dio lectura a los libros y artículos suficientes para llenar una biografía de 18 folios. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, no añade nada a nuestro conocimiento de la dinastía saudí. Sí proporciona cierta información nueva (concerniente sobre todo al quién hizo qué a quién durante la ceremonia del rey Saud, hijo de Abd al-Aziz, en 1964), pero en su mayor parte repite anécdotas muy conocidas y acontecimientos de escritores de renombre en la cuestión de Arabia Saudí, como T. E. Lawrence, Gertrude Bell o Harry St. John Philby. De hecho, Lacey se mantiene tan fiel a la versión estándar de la historia saudí que gran parte de su libro repite lo que se facilita en otros lugares - por ejemplo, en la biografía que hace David Horwarth de Abd al-Aziz en 1964, El rey del desierto.
David Holden, corresponsal extranjero del londinense The Sunday Times, empezó a escribir La Casa de Saud a finales de 1976 y llegó a escribir la cuarta parte de la obra antes de ser misteriosamente asesinado en El Cairo en diciembre de 1977. Richard Johns, del The Financial Times, acabó el libro (a excepción de un capítulo acerca del sitio de la Meca en 1979, escrito por James Buchan, también del The Financial Times). La parte de Holden abarca el período de Abd al-Aziz en una reflexión, reiterando una versión estándar que aparece en el libro de Lacey. Pero Johns realiza una labor mejor, especialmente al acercarse al presente, y teniendo y cuenta sobre todo lo poco que sabemos de la política interna saudí. De manera infravalorada (solamente tres páginas de bibliografía, sin entrevistas), brinda el relato periodístico más destacado e íntegro de Arabia durante los últimos 15 años. Explica las tensiones en el seno de la familia real en torno al problema de la sucesión, sus posturas hacia el patrimonio del crudo, sus objetivos diplomáticos y sus vulnerabilidades. Como es propio de su cargo en un periódico económico, Johns se destaca elaborando las sutilezas de las negociaciones del crudo durante la década de los 70.
Johns hace un esfuerzo decidido por tratar a la dinastía saudí de forma objetiva, criticando tanto como elogiando. Por desgracia, esto ya no es la práctica estándar, dado que el dinero del petróleo ha tenido un efecto corrosivo que empuja a muchos autores a evitar escribir cualquier cosa que pueda ofender a los líderes de los países árabes. De hecho, esto es justamente el problema de la obra de Peter Mansfield Los nuevos árabes.
Lo mejor de este libro quizá sea la franca sinceridad del autor a tenor de su patrocinio: "La idea de esta obra fue sugerida por la Bechtel Power Corporation, empresa que ha jugado un papel clave en el extraordinario desarrollo económico de la Arabia moderna, y fue Bechtel lo que hizo posible que escribiera de ello". Mansfield no pretende ser objetivo; Los nuevos árabes es propaganda corporativa, la clase de obra que la Bechtel Corporation consideraría idónea para enviar por Navidad.
El autor lleva un cuarto de siglo escribiendo de Oriente Próximo y conoce bien la zona. Si no hubiera redactado una apología, probablemente habría escrito una refinada introducción a los países árabes del Golfo Pérsico, su empresa aquí. Como tal, el tono de la obra es irritantemente exagerado. Hay problemas que solucionar; incluso si los líderes cometen errores, todo acaba bien; el futuro es brillante. El lector no puede evitar abandonar la lectura de Los nuevos árabes con una sensación de optimismo y buenas intenciones.
En cuanto es posible, Mansfield elogia a quienes le patrocinan. Utiliza el término cariñoso "Golfo Árabe" para referirse a ese caudal conocido hace mucho en cristiano como "Golfo Pérsico", porque los países árabes lo prefieren (e interesa lo que quieran los iraníes). Llama a Gran Bretaña y Estados Unidos "los responsables de la existencia de Israel", insinuando que, como si fuera una reliquia de la era colonial, Israel desaparecerá en cuanto acabe la protección de las grandes potencias. Mansfield se esfuerza por justificar cada uno de los actos de la cúpula saudí, ya sean las obsesiones sexuales del rey Abd al-Aziz o sus actividades durante la Segunda Guerra Mundial. Su excusa gratuita de la negativa de los países árabes a conceder la ciudadanía a los residentes extranjeros dedicados a la construcción ("Desde el principio, todos los países productores del Golfo manifestaron su determinación a no permitir que su personalidad nacional se viera manchada por los nuevos inmigrantes") casi eclipsa el hecho de que la mano de obra extranjera gana sueldos ridículos, no tiene derecho a recibir la mayoría de las prestaciones sociales, carece de voz política y normalmente es expulsada del país cuando se hace demasiado mayor.
Aun así, todas estas obras, hasta la de Mansfield, contienen mucha información de Arabia; todas ellas son legibles y oportunas. Pero falta algo; algo falla en todas ellas. Puede ser que ninguno de los cinco escritores parece conocer el árabe. Imagine que un tocayo árabe de Lacey se afinca en Estados Unidos varios años y realiza un estudio documental de la política norteamericana sin hablar inglés. ¿No mina de forma irreparable su labor esta deficiencia? De igual manera, desconocer el árabe significa quedar limitado a fuentes muy parciales de la historia dinástica saudí, significa no tener acceso a la prensa, y ello relega a estos escritores a un limbo de incomprensión difusa siempre que visitan Arabia. Tan amenas e interesantes como puedan ser estas obras, rigurosas no son.