En los momentos que siguieron a la violencia del 11 de septiembre, los políticos estadounidenses, de George W. Bush para abajo, han estado poco acertados al afirmar que la inmensa mayoría de los musulmanes que viven en Estados Unidos son personas como las demás. Así lo dijo el presidente en su visita a una mezquita el 17 de septiembre: «Estados Unidos cuenta con millones de ciudadanos musulmanes, y su contribución a nuestro país ha sido extraordinariamente valiosa. Entre los musulmanes hay médicos, abogados, profesores de derecho, miembros de las fuerzas armadas, empresarios, comerciantes, madres y padres». Dos días más tarde añadiría que «existen millones de buenos norteamericanos practicantes de la fe musulmana que aman a su país tanto como lo amo yo, que saludan su bandera con tanta emoción como yo la saludo».
Estas tranquilizadoras palabras, recogidas y amplificadas por muchos columnistas y editorialistas de periódicos, eran evidentemente apropiadas en un momento de gran tensión nacional, cuando empezaban a producirse reacciones contra los musulmanes residentes en Estados Unidos. Y es desde luego cierto que el número de militantes islámicos que planean realizar ataques terroristas en los Estados Unidos es estadísticamente mínimo. Pero la situación es más compleja de lo que se deduciría de las palabras del presidente.
La población musulmana de este país no es asimilable a cualquier otrolo grupo, ya que incluye un considerable número de personas — varias veces superior a los agentes de Osama Bin Laden — que comparten con los secuestradores suicidas el odio a los Estados Unidos y, en última instancia, el deseo de convertir el país en una nación regida por las rigurosas leyes del islam militante. Aunque no sean responsables de las atrocidades de septiembre, sus planes sobre este país exigen que se les preste una atención muy seria y urgente.
En junio de 1991, Siraj Wahaj, negro convertido al islam que es una de las figuras más respetadas de la comunidad islámica norteamericana, tuvo el privilegio de ser el primer musulmán que dirigió la oración diaria en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. En aquella ocasión, Wahaj recitó versículos del Corán y rogó al Señor que guiase a los líderes norteamericanos «y les hiciese justos y sabios».
Poco más de un año después, dirigiéndose a un público compuesto por musulmanes de Nueva Jesey, el mismo Wahaj expresó una visión bastante alejada de su moderada invocación ante la Cámara. Sólo con que los musulmanes tuviesen una mayor inteligencia política, explicó a sus oyentes de Nueva Jersey, podrían apoderarse de los Estados Unidos y reemplazar su gobierno constitucional por un califato. «Si estuviésemos unidos y fuésemos más fuertes, elegiríamos a nuestro propio emir y le seríamos leales... Creedme, si los 6 u 8 millones de musulmanes de América se uniesen, el país sería nuestro.» En 1995, Wahaj sirvió como testigo en el juicio contra Omar Abdel Rahman, que declaró al jeque ciego culpable de conspiración para derrocar el gobierno de los Estados Unidos. Y, lo que resulta aún más alarmante, el fiscal de Nueva York mencionó a Wahaj como «una de las personas que, aunque no hayan sido acusadas, podrían haber tomado parte en la conspiración» del jeque.
La distancia entre el civismo demostrado por Wahaj en la Cámara y su militante pronóstico de una toma del poder por parte de los musulmanes —por no mencionar su asociación con criminales — es sólo un ejemplo dentro de una situación más general que se da entre los musulmanes norteamericanos. Otro ejemplo, del que he escrito recientemente en otro lugar, se relaciona con los American Muslims for Israel, una organización cuya defensa oficial de «una Jerusalén que simbolice la tolerancia religiosa y el diálogo» contrasta fuertemente con el espíritu ferozmente conspiratorio y la retórica antijudía que sus portavoces se permiten cuando hablan a puerta cerrada («Islam's American Lobby», Jerusalem Post, 20 de septiembre de 2001). Lo mínimo que se puede decir es que quienes deseen entender qué piensan realmente los musulmanes norteamericanos tendrán que examinar lo que se oculta bajo la superficie de sus declaraciones públicas.
Si lo hacemos, descubriremos que la ambición de apoderarse de los Estados Unidos no es nueva. Los primeros misioneros del islam militante, o islamismo, llegados del extranjero en los años veinte, declaraban sin sonrojo: «Nuestro plan es éste, conquistar América». La audacia de tales declaraciones difícilmente pudo pasar desapercibida en la época, para el público en general y para los mismos cristianos, que tenían sus propios objetivos misioneros. En 1922 un periódico comentaba:
A los millones de cristianos norteamericanos que con tanta ilusión esperan el momento en que la Cruz reine en todos los países y los pueblos de todo el mundo se conviertan en seguidores de Cristo, la idea de tener que librar a este país del «turco infiel» les parecerá increíble. Pero no hay duda de que estamos siendo amenazados por el fanatismo que siempre ha distinguido a los mahometanos.
Pero en las últimas décadas, a medida que la población musulmana del país crecía significativamente, mejorando igualmente su posición social y su influencia, y a medida que el islamismo dejaba sentir con fuerza su presencia en la escena internacional, ese «fanatismo» se manifestaba en sus auténticas dimensiones. La figura que actuó como catalizador en esta historia fue el difunto Ismail Al-Faruqi, un inmigrante palestino, fundador del Instituto Internacional de Pensamiento Islámico y profesor durante muchos años de la Temple University de Filadelfia. Justamente considerado como «un pionero en el desarrollo de los estudios islámicos en Norteamérica », Al-Faruqi fue también el primer teórico contemporáneo que especuló sobre unos Estados Unidos convertidos al islam. «Nada podría haber más grandioso», escribió a comienzos de los años ochenta, «que este joven, vigoroso y rico continente [de Norteamérica] desembarazándose de su anterior maldad para echar a andar bajo la enseña de Allahu Akbar [Alá es grande]».
Las esperanzas de Al-Faruqi son hoy compartidas por numerosos líderes musulmanes de formación universitaria. Zaid Shaakir, ex capellán musulmán en la Universidad de Yale, ha dicho que los musulmanes no pueden aceptar la legitimidad del secularizado sistema norteamericano, «contrario a las órdenes y mandamientos de Alá». Muy al contrario: «La orientación del Corán nos empuja en la dirección exactamente opuesta». Para Ahmad Nawfal, líder de los Hermanos Musulmanes de Jordania que interviene frecuentemente en reuniones de musulmanes americanos, los Estados Unidos «carecen de pensamiento, valores o ideales»; si los militantes musulmanes «nos plantásemos, con nuestra ideología, podríamos fácilmente llegar a controlar este mundo». Masudum Alam Chodhury, un profesor de empresariales canadiense, escribe con total naturalidad y entusiasmo del «programa para lograr la islamización de Norteamérica».
Quien busque una exposición más completa de este punto de vista lo mejor que puede hacer es recurrir a un libro de 1989 publicado por Shamin A. Siddiqi, un influyente comentarista de temas relacionados con el mundo musulmán norteamericano. Crípticamente titulado Methodology of Dawah Ilallah in American Perspective (y más llanamente subtitulado «The Need to Convert Americans to Islam»), este ensayo de 168 páginas, editado en Brooklyn, no resulta muy accesible al público lector en general (ni amazom.com ni bookfinder.com lo tuvieron en sus listas más de unos meses), pero es ampliamente difundido por las páginas web islámicas 1, donde cuenta con muchos lectores incondicionales. En él, valiéndose de una prosa que compensa con su intensidad y animación lo que le falta de sofisticación y gentileza, Siddiqi expone un plan detallado, racional y concreto, para lograr que los islamistas se hagan dueños de los Estados Unidos y establezcan en ellos la «ley islámica» (iqamat ad-din).
¿Por qué Estados Unidos? A juicio de Siddiqi, la necesidad de hacerse con el poder en este país es más urgente todavía que la de apoyar la revolución de los mullahs en Irán o destruir Israel, pues su efecto sobre el futuro del islam sería mucho mayor. Norteamérica tiene una importancia fundamental no por las razones que cabría esperar — su volumen de población, su riqueza, la influencia cultural que ejerce en todo el mundo — sino por tres motivos diferentes.
El primero de ellos tiene que ver con el papel de Washington como primer enemigo del islamismo (y puede que hasta del islam). En el colorido lenguaje de Siddiqi, siempre y dondequiera que los musulmanes avanzan hacia la constitución de un Estado islámico, «la traicionera mano del Occidente secularizado está allí para provocar su derrota». Los gobiernos musulmanes no proporcionan ninguna ayuda, pues todos ellos están «en manos de las potencias occidentales». Por consiguiente, si el islam ha de alcanzar alguna vez el lugar de preeminencia que le corresponde en el mundo, la «ideología del islam [debe] imponerse en el horizonte mental del pueblo americano». Todo el futuro del mundo musulmán, concluye Siddiqi, «depende de que los musulmanes de Norteamérica puedan construir un movimiento autóctono propio».
En segundo lugar, América tiene una importancia fundamental porque la instauración del islamismo en este país marcaría la victoria final de aquél sobre su único rival, la síntesis de cristianismo y liberalismo que constituye la civilización occidental contemporánea. (Uno no puede dejar de destacar la ironía de que el panfleto de Siddiqi apareciese el mismo año, 1989, que el famoso artículo en que Francis Fukuyama defendía que, con la caída del comunismo y el aparente triunfo de la democracia liberal, habíamos empezado a aproximarnos al «fin de la historia».)
Y, en tercer lugar, y esto sería lo esencial, la fusión de Estados Unidos con el islamismo supondría una combinación de éxito material y verdad espiritual tan poderosa que el establecimiento del «Reino de Dios» en la Tierra dejaría de ser «un sueño lejano».
Pero ese sueño no llegará sin más. A los musulmanes norteamericanos les corresponde, escribe Siddiqi, la grandiosa responsabilidad de conseguir que el islam acceda al poder en su país; al logro de ese objetivo deben consagrar los musulmanes «todas sus energías, capacidades y recursos». Pues así serán juzgados el día del juicio: «Todos los musulmanes que viven en Occidente serán llamados como testigos ante el todopoderoso tribunal de Alá en el Akhira [el último día] para que declaren si han cumplido con su responsabilidad... si han hecho todo lo posible para llevar el mensaje de Alá a todos los rincones del país.»
La forma en que se logrará el fin deseado es algo sobre lo que existen distintas opiniones en el mundo de Siddiqi. A grandes rasgos, la falta de acuerdo está en el papel de la violencia.
Como se ha visto con irrefutable claridad en las últimas semanas, existen efectivamente, en otros países pero también entre nosotros, quienes ven a los Estados Unidos como un «enemigo del islam» (por decirlo como Osama Bin Laden) al que hay que poner de rodillas y destruir. A grandes rasgos esta forma de entender las cosas se concretó durante la crisis que siguió a la invasión de Kuwait por Irak a comienzos de los años noventa, cuando militantes como Bin Laden establecieron un paralelismo histórico entre la presencia de tropas estadounidenses en territorio de Arabia Saudita y la brutal ocupación de Afganistán por la Unión Soviética en los ochenta. Desde su punto de vista dialéctico, como la escritora Mary Ann Weaver ha explicado en el New Yorker, los Estados Unidos, exactamente igual que la Unión Soviética antes que ellos, representaban «una fuerza de ocupación infiel que apoyaba a un gobierno corrupto, represivo y no islámico». Y del mismo modo que los muyahidíes de Afganistán habían conseguido derrotar y expulsar a los ocupantes, desempeñando de este modo un importante papel en el derrumbe de la poderosa Unión Soviética, los islamistas podían provocar el derrumbe de los Estados Unidos.
Para el jeque ciego Omar Abdel Rahman, que después de Bin Laden es hoy tal vez el más conocido enemigo de Estados Unidos, poner una bomba en 1993 en el World Trade Center era parte de esa estrategia revolucionaria de «conquistar la tierra de los infieles por la fuerza». En palabras de uno de sus seguidores, su propósito era «hacer caer sus edificios más altos, los imponentes edificios de que estaban tan orgullosos, con el fin de desmoralizarles» 2. Y según los islamistas éste era un deber que todos los musulmanes tenían; como un estadounidense de nacimiento convertido al islam proclamó en 1989, después de haber contribuido a humillar a los soviéticos en Afganistán, ahora deben «hacer que la yihad siga adelante hasta que consigamos liberar América».
Pero la violencia revolucionaria plantea múltiples problemas, incluso desde la perspectiva de quienes comparten sus objetivos. El más evidente se relaciona con sus efectos en la sociedad norteamericana. Aunque ataques como los cometidos con bombas en 1993 o las matanzas suicidas del 11 de septiembre pretendían desmoralizar al pueblo norteamericano, provocar la inquietud de los ciudadanos y debilitar políticamente al país, lo que en realidad consiguieron fue unir a los estadounidenses acrecentando su patriotismo y dándoles un objetivo. En muchos casos quienes los planificaron fueron capturados: Abdel Rahman cumple una sentencia de cadena perpetua en una prisión federal, su campaña de violencia nació muerta; mientras que Osama Bin Laden es objeto de una gigantesca caza del hombre que trata de capturarlo «vivo o muerto ». A diferencia de lo ocurrido con la Unión Soviética, es difícil creer que el uso de la fuerza consiga debilitar a este país, y mucho menos obligarle a cambiar su gobierno.
Además, como ciertos observadores han hecho ver recientemente, al tomar como blanco a todos los norteamericanos los agentes de la violencia ni siquiera se molestan en distinguir entre víctimas musulmanas y no musulmanas. Según las primeras estimaciones, en la destrucción del World Trade Center murieron varios cientos de musulmanes. Es algo que no parece exactamente calculado para favorecer la participación de la mayoría de los musulmanes residentes en el país en una campaña de insurrección violenta 3.
Por todas estas razones, la vía no violenta parecería tener un futuro más brillante, y es de hecho la que adoptan la mayoría de los islamistas. No sólo es legal, sino que permite que sus entusiastas tengan una visión aparentemente más benévola de los Estados Unidos, un país que ellos pretenden rescatar y no destruir, y dicta una estrategia consistente en trabajar con los norteamericanos y no contra ellos. Como explica un profesor de una escuela islámica de Jersey City, cerca de Nueva York, el «objetivo a corto plazo es introducir el islam. A largo plazo, tenemos que salvar a la sociedad noteamericana». Paso a paso, escribe un profesor de economía nacido en Pakistán, ofreciendo un «modelo alternativo» a los norteamericanos, los musulmanes pueden transformar lo que Ismail Al-Faruqi llamaba «las desgraciadas realidades de Norteamérica» en algo aceptable a los ojos de Dios.
En la práctica, la estrategia no violenta tiene dos flancos principales. El primero exige aumentar radicalmente el número de musulmanes norteamericanos, un proyecto que no parece contar con perspectivas demasiado halagüeñas. Después de todo, el islam es todavía una planta exótica en los Estados Unidos, ya que sus adherentes representan sólo un uno o dos por ciento de la población, con sumamente escasas perspectivas de convetirse en mayoría. Los islamistas no son tan poco realistas que crean que estos datos pueden cambiar sustancialmente en un futuro próximo a través de una inmigración a gran escala (políticamente inviable y que en cualquier caso podría provocar una reacción violenta) o a través de unas tasas de natalidad normales. De ahí que concentren la mayor parte de sus esfuerzos en la conversión.
Y lo hacen no sólo por cuestión de conveniencia sino también de principios. Para el islamismo, convertir a los norteamericanos es el objetivo central de la existencia de los musulmanes de Estados Unidos, la única justificación posible para que los musulmanes vivan en tierra de infieles. Según Shamim Siddiqi, no hay posibilidad de elección: «Alá les ordena» que le ayuden a reemplazar mal por bien, y si no lo hicieran, «ni siquiera tendrían derecho a respirar». «Vengas de donde vengas», añade Siraj Wahaj, «has venido... por una razón — la única razón que puede haber: instaurar la din [fe] en Alá».
Este mandamiento, predicado sin descanso por figuras autoritarias y organizaciones islamistas tan destacadas como la Asociación de Estudiantes Musulmanes, ha sido ampliamente asumido por la generalidad de los musulmanes norteamericanos. La mayoría de ellos dan testimonio del sentido de responsabilidad que se deriva del hecho de ser un «embajador del islam», y siempre son conscientes de la fundamental importancia de ganar nuevos adeptos. Y, puesto que están convencidos de la verdad de su mensaje y de la depravación de la cultura americana, los islamistas se sienten optimistas sobre sus posibilidades de éxito. «Una vida de piedad (taqwad) atraerá inmediatamente al islam a los no musulmanes», escribe Abul Hasan Ali Nadwi, importante islamista indio, en su «Mensaje a los musulmanes de Occidente».
En parte tiene razón: cuanto más fácilmente accesible sea el mensaje del islam, más probabilidad habrá de que gane adeptos. El avance del islam en Estados Unidos depende en gran medida del contacto directo y de la experiencia personal. Según un estudio, aproximadamente dos tercios de las conversiones de norteamericanos al islam se produjeron por influencia de un amigo o un conocido musulmán. La autobiografía de Malcolm X (1964), con su emotivo relato de un proceso redentor gracias al islam, provocó un gran impacto entre los negros norteamericanos (y también entre algunos blancos), haciendo que un número considerable de ellos se convirtieran. Tampoco hay que desdeñar los esfuerzos de las diversas organizaciones musulmanas de los Estados Unidos, cuyas «iniciativas para instruir al público americano sobre el islam» pueden ser responsables, según un observador, del «aumento del número de creyentes islámicos ».
Pero ese aumento del número de fieles, con ser absolutamente necesario, no resulta suficiente. Después de todo, hay países enteros — Turquía, Egipto, Argelia — con poblaciones musulmanas abrumadoramente mayoritarias donde los gobiernos han suprimido el islamismo. Desde un punto de vista islámico, la situación en Turquía es mucho peor que en Estados Unidos, pues también es mucho más grave rechazar el mensaje divino tal como lo interpretan los islamistas que simplemente ignorarlo. Por consiguiente, además de acrecentar el número de musulmanes, los islamistas deben preparar a los Estados Unidos para aceptar su propia ideología. Ello significa hacer todo lo posible para ir creando un entorno islámico y para llegar a la aplicación de la ley islámica. Las actividades encaminadas a estos fines pueden ser de difentes tipos:
Fomentar la presencia de los ritos y costumbres islámicos en el espacio público. Los islamistas quieren que las autoridades seculares permitan, por ejemplo, que los estudiantes de instituciones públicas reciten el basmallah (la fórmula «En el nombre de Dios Clemente y Misericordioso ») en los ejercicios en clase. Exigen también el derecho a difundir con altavoces situados sobre la puerta de la calle las cinco llamadas diarias a la oración islámica. Del mismo modo, han realizado campañas a favor de que se creen instalaciones para practicar la oración pagadas con dinero público en lugares como escuelas y aeropuertos.
Privilegios para el islam. Los islamistas pretenden obtener ayuda financiera de las arcas públicas para construir escuelas islámicas, mezquitas y otras instituciones. Presionan también para que se asignen cuotas especiales a la inmigración de musulmanes, intentan obligar a las grandes empresas a ofrecer prestaciones especiales a sus empleados musulmanes y exigen la inclusión formal de los musulmanes en los planes de discriminación positiva.
Restricciones o prohibiciones sobre comportamientos ajenos. Los islamistas desean que se refuercen las leyes a fin de criminalizar actividades que, como la bebida o el juego, son ofensivos para el islam. Mientras que exigen tolerancia para sí mismos, por ejemplo cuando expresan su falta de respeto ante los símbolos nacionales de Estados Unidos, les gustaría que se penalizasen las expresiones de falta de respeto hacia las figuras religiosas que el islam considera sagradas, especialmente el profeta Mahoma; que se castigase la crítica del islam, o de los islamistas; y se niegan a que se lleve a cabo cualquier análisis crítico del islam.
Ya se han alcanzado algunos de estos objetivos. Otros pueden parecer de relativa poca importancia en sí mismos, objetivos que no introducirían alteraciones drásticas del modo de vida norteamericano, sino únicamente pequeños ajustes en nuestra creciente acomodación a la «diversidad» social. Sin embargo, al proceder acumulativamente, socavando el orden establecido, cambiarían todo el sistema de vida del país — convirtiendo el islam en una presencia pública de primer orden, asegurando que tanto los lugares de trabajo como el sistema educativo se ajustasen a sus mandatos y constricciones, adaptando las costumbres de las familias a su código de comportamiento, logrando para él una posición de privilegio en la vida de Norteamérica e imponiendo finalmente su sistema de leyes. Los avances en esta vía incluirían más acciones radicales e intromisiones, como la prohibición de la conversión del islam a otra religión, la criminalización del adulterio, la prohibición del consumo de carne de cerdo, el reforzamiento de los derechos de los musulmanes en perjuicio de los no musulmanes, y la supresión de la igualdad de los sexos.
¿Una mayoría musulmana? ¿La ley islámica convertida en ley de todo el país? Hasta los islamistas más optimistas conceden que la tarea no será fácil. Así como Mahoma se enfrentó a intransigentes enemigos en La Meca pagana, escribe Siddiqi, así los devotos musulmanes de América tendrán que hacer frente a otros enemigos, dirigidos por los medios de comunicación, los agentes del capitalismo, los adalides del ateísmo (credos sin Dios), y los fanáticos misioneros (del cristianismo). Combatir a todos ellos exige concentración, determinación y sacrificio.
Y sin embargo Siddiqi piensa también que los musulmanes norteamericanos disfrutan actualmente de ventajas impensables en tiempos de Mahoma o en cualquier sociedad que no fuese la estadounidense. Ello es debido, por una parte, a que los norteamericanos están hambrientos del mensaje islamista, que «denuncia los fallos del capitalismo, subraya las falacias de la democracia [y] expone las devastadoras consecuencias del sistema de vida liberal». Por otra, los Estados Unidos permiten que los islamistas prosigan con su programa político de un modo totalmente legal y sin desafiar nunca el orden establecido. En efecto, precisamente porque la Constitución garantiza la absoluta neutralidad del gobierno con respecto a la religión, el sistema puede ser utilizado para conseguir los últimos objetivos islamistas. A través de métodos democráticos se puede crear un grupo de presión activo y tenaz, fabricar políticos y elegir representantes musulmanes. Al país llegan cada año casi un millón de inmigrantes legales, a los que habría que añadir los muchos que llegan ilegalmente por mar y los que se filtran por las porosas fronteras terrestres. Los tribunales constituyen un recurso de primer orden, como han probado obteniendo concesión tras concesión de las grandes corporaciones y autoridades norteamericanas.
Aun así, el camino no estará libre de obstáculos. En opinión de Siddiqi, uno de los momentos delicados se producirá cuando la sociedad se divida en dos campos, el musulmán y el no musulmán, en todos los órdenes de la vida. En este punto, cuando la lucha entre la Verdad y el Error «adquiera fuerza y con ello aumente la tensión», es probable que los agentes del Error tomen medidas desesperadas para «eliminar por la fuerza el movimiento y a quienes lo defienden». Pero si los islamistas se comportan entonces precavidamente, poniendo especial cuidado en no alienarse a la población no musulmana, acabará produciéndose, según Siddiqi, una generalizada «carrera hacia el islam». Entonces será sólo cuestión de tiempo no sólo que los musulmanes se emancipen, sino que sean ellos los que dirijan la función.
¿Cuánto tiempo? Siddiqi ve a los islamistas en Washington antes de 2002. Para Wahaj, la instauración de la shari'a en Estados Unidos «parece estar cada vez más próxima», y mientras contempla lo que ello significaría, su lenguaje se vuelve extático:
Tengo una visión de América, musulmanes con propiedades por todo el país, empresas, fábricas, comida halal, supermercados musulmanes, todos estos edificios propiedad de musulmanes. ¿Pueden ustedes imaginarlo? ¿Pueden imaginar el aeropuerto internacional de Netwark y el aeropuerto John Kennedy con flotas de aviones musulmanes, con pilotos musulmanes? ¿Pueden imaginarse nuestros camiones rodando por las autopistas con nombres musulmanes? ¿Puede imaginarse ir andando por las calles de Teaneck [Nueva Jersey]: tres high schools musulmanas, cinco junior high schools musulmanas, quince escuelas públicas musulmanas? ¿Pueden imaginarlo, pueden imaginarse a las jóvenes andando por la calle en Newark, New Jersey, con largos hijabs y vestidos largos? ¿Pueden imaginarse esa visión de un lugar sin crímenes, controlado por el islam?
Apenas habrá necesidad de decir que esta visión es, cuando menos, prematura, ni que los islamistas se engañan si creen que para cuando los bebés actuales vayan el college Estados Unidos serán un país como Irán. Pero su empeño no está tampoco totalmente condenado al fracaso: no se debe poner en duda su devoción, su energía y su capacidad, y la más amplia comunidad musulmana americana en cuyo nombre hablan se encuentra en situación, y lo estará más a medida que vaya haciéndose más numerosa, de influir decisivamente en nuestra vida pública. En efecto, a pesar de las persistentes denuncias — más abundantes que nunca tras los secuestros de aviones del 11 de septiembre — de la existencia de prejuicios en su contra, los musulmanes norteamericanos de este país han obtenido un envidiable récord de éxitos socioeconómicos, han logrado una considerable aceptación pública y han conseguido que a cualquiera le resulte especialmente difícil criticar su religión o sus costumbres.
Si la comunidad en su conjunto suscribe o no los planes islamistas, y en caso de que los apoye hasta qué punto lo hacen, son, por supuesto, cuestiones abiertas. Lo que no está sujeto a discusión es que, independientemente de lo que crean la mayoría de musulmanes norteamericanos, la mayor parte de la comunidad musulmana organizada sí está de acuerdo con el objetivo islamista: el objetivo, digámoslo una vez más, de construir un Estado islámico en Norteamérica. Expresándolo de otro modo, las principales organizaciones musulmanas de este país están en manos de extremistas.
No se encuentra entre ellos Muhammad Hisham Kabbani, del relativamente pequeño Islamic Supreme Council of America. Según sus estimaciones, dignas de todo crédito, esos «extremistas» se han «apoderado del 80 por 100 de las mezquitas» de los Estados Unidos. Y no sólo de las mezquitas: escuelas, asociaciones juveniles, centros comunitarios, organizaciones políticas, asociaciones profesionales y empresas comerciales tienden también a compartir una visión militante, hostil al orden dominante en los Estados Unidos y que pide su sustitución por un orden islámico.
No todas estas organizaciones y portavoces hablan abiertamente de sus aspiraciones, aunque algunas sí lo hacen: por ejemplo, el Instituto Internacional de Pensamiento Islámico de Herndon (Virginia) proclama que su objetivo académico es nada menos que «la islamización de las humanidades y las ciencias sociales». Pero las organizaciones más conocidas — aquéllas cuyos miembros son invitados a ofrecer oraciones ante el Congreso o las ceremonias de la Casa Blanca, o cuyos representantes acompañaron al Presidente en su visita a una mezquita el 17 de septiembre — tienden a ocultar sus auténticos colores bajo unos fines archirrespetables. Así, el American Muslim Council pretende trabajar «en pro de fortalecer políticamente a los musulmanes de América», el Council on American-Islamic Relations está «poniendo la fe en marcha», y el Muslim Public Affairs Council trata únicamente de convertir a los musulmanes norteamericanos en «un elemento influyente en los asuntos públicos de Estados Unidos».
Pero, como he explicado con más detalle en otras ocasiones, gran parte de la actividad de estas organizaciones, si no toda ella, apunta a que en lo esencial están de acuerdo con los planes para «conquistar América», y de vez en cuando sus dirigentes — Al-Faruqi y Shakir entre ellos — así lo han dicho. En cuanto a Siraj Wahaj, es una figura clave del Council on American-Islamic Relations, la Islamic Society of North America, la Muslim Alliance in North America y la Muslim Arab Youth Association, y sus puntos de vista contaminan a todas y cada una de ellas. No se puede decir, como el presidente Bush dijo de los líderes islamistas con los que se reunió el 17 de septiembre, que «aman a América tanto como yo».
Que en este país un importante movimiento aspire a erosionar su estructura social y su ordenamiento legal, incluyendo la separación entre iglesia y Estado, y que incluso haya desarrollado una estrategia para conseguir sus objetivos, plantea un dilema singular, especialmente en este momento. Cada funcionario responsable y cada norteamericano de buena fe se empeña en distinguir con claridad entre los terroristas que actúan en nombre del islam y los musulmanes normales, gente como nosotros. Es una distinción real y válida, siempre que no la llevemos demasiado lejos, ya que si la suscribimos como guía de nuestra política, arruinará el esfuerzo que debemos hacer para preservar nuestras instituciones.
En qué tendría que consistir dicho esfuerzo es algo que merecería un tratamiento específico, pero al menos podemos decir que tendría que entrañar la aplicación vigilante de una presión social y política que asegurase que el islam no recibiese en este país ningún estatus especial, del tipo que fuese, la incorporación activa de los musulmanes moderados en la lucha contra el extremismo islámico, una vigilancia mayor de las organizaciones musulmanas que tengan vínculos probados con la actividad islamista, incluida la ayuda al terrorismo, y la inmediata reforma de los procedimientos de inmigración para prevenir la posterior influencia de visitantes o residentes con cualquier indicio de ideología islamista. Allí donde esta ideología sediciosa y totalitaria ha logrado consolidarse, ha provocado la desolación y la ruina, consiguiendo poner de rodillas a algunas sociedades. La preservación del orden existente no está ya garantizada; no queda más remedio que luchar por ella.
1 Éstas son las direcciones de dos de ellas: http://www.islambook.com/ dawah.htm y http://www.halalco.com/dawah.html.
2 Estas palabras figuraban en la libreta de notas propiedad de Sayyid Abd al-Aziz Nusayr, el inmigrante egipcio que asesinó al rabino Mehir Kahane en un hotel de Nueva York en noviembre de 1990.
3 Al oír que un orador islamista inmigrante le decía a un público de musulmanes que todos estaban «obligados a desear, y siempre que fuese posible, participar en el derrocamiento de cualquier gobierno no islámico — en cualquier parte del mundo — para sustituirlo por otro islámico», un converso americano de nacimiento recuerda haber protestado con espanto que ello le llevaría a la traición política. «Sí, así es», fue la despreocupada respuesta del conferenciante (Jeffrey Lang, Even Angels Ask: A Journey to Islam in America, 1997.)
Traducción: A. T.