La apertura de un diálogo estadounidense oficial con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) puede romper una larga parálisis si la política estadounidense hacia la OLP se alinea idóneamente con la política en vigor hacia dos importantes aliados norteamericanos en el conflicto, Jordania e Israel. De no ser así, alberga verdadero potencial para la catástrofe.
La idea notable es lo mucho de la iniciativa que se encuentra en manos americanas. Israelíes, palestinos y jordanos son reacios a adoptar medidas propias; y cada una de las tres partes pide aprobación a Washington.
En lo que concierne a Israel, la principal prioridad norteamericana está clara. La OLP ha de ser presionada para adoptar medidas que se ganen la confianza de los judíos. Las declaraciones de Ginebra fueron Arafat vintage, llenas de cláusulas y subcláusulas. El cumplimiento a regañadientes de las condiciones norteamericanas por su parte a los israelíes no les basta. La OLP tiene que adoptar medidas ya para convencer a los israelíes - no a los estadounidenses - de que es honesta. Paradójicamente, la mejor forma de poner a prueba sus intenciones puede ser suponer que Arafat va en serio, y después ver si cumple.
La OLP debe ser informada exactamente de lo que tiene que hacer para mantener abierto el diálogo. Antes de nada, estas condiciones deberían de incluir el final de toda violencia contra los israelíes (incluyendo las piedras de Cisjordania y Gaza) y un llamamiento a hacer lo propio dirigido a los estados árabes.
Debería de quedar claro que el fracaso a la hora de adoptar estas medidas se traduce en el final del diálogo con Washington. No satisfacer los nuevos criterios pone fin a la nueva relación, temporalmente por lo menos.
Este enfoque inflexible debería de funcionar - es, después de todo, todo lo lejos que ha llevado el gobierno estadounidense a Arafat. La reiteración de estas mismas tres condiciones por parte de Washington cada año - que la OLP tiene que aceptar el derecho de Israel a existir, renunciar al terrorismo y ofrecer paz a Israel a cambio de territorio bajo control israelí - salió a cuenta finalmente cuando Arafat pronunció las palabras mágicas de Ginebra. Esta experiencia confirma la validez del enfoque sin contemplaciones esbozado en 1975 por el Secretario de Estado Henry Kissinger. Ahora que se ha inaugurado el diálogo, debería de comenzarse un procedimiento similar sin más retrasos.
Luego está la cuestión de las relaciones con Jordania. El rey Hussein de Jordania no es menos contrario a la creación de un estado palestino independiente que los líderes israelíes, Yitzhak Shamir y Shimon Peres. A pesar de la renuncia a Cisjordania del pasado verano, el monarca sigue estando críticamente interesado en esa región; además, teme con razón que un estado de la OLP aspire a derrocar a la monarquía hachemita. Y los intereses jordanos siguen siendo críticos para Israel, como afirmaba hace unos días Yitzhak Rabin: "la paz a nuestra frontera oriental no puede lograrse sin Jordania".
El peor error sería que el gobierno estadounidense intentara crear por su cuenta un estado de la OLP. Esto significaría enfrentarse no a uno sino a dos aliados estadounidenses. Significaría sacrificar los intereses de aliados importantes en favor de los de un rival de respaldo soviético. Además, no puede salir bien. Décadas de experiencia avalan de forma concluyente que los israelíes solamente se exponen cuando tienen garantizado el apoyo americano. Que el Departamento de Estado les aleccione no ayuda a nadie. En lugar de imponer el programa de la OLP a Israel y Jordania, la OLP debería de encajar en sus intereses legítimos.
¿Qué puede hacer el gobierno estadounidense que sea de naturaleza constructiva? La mejor idea es alentar un nuevo intento de confederación entre Jordania y los palestinos. Aunque tales iniciativas se han intentado muchas veces en el pasado, siempre fracasando, las circunstancias han cambiado. De hecho, Arafat ha adoptado formalmente una postura hacia Israel que guarda paralelismos estrechos con la del rey Hussein. También dijo aspirar a una relación "confederal" con Ammán. Esto abre verdaderas oportunidades a los diplomáticos estadounidenses; tienen que pensar en formas de hacer que Arafat trabaje en tándem con Hussein. Y hacerlo reviste la ventaja de poner a prueba la sinceridad de Arafat por una segunda vía.
Desde la perspectiva de la OLP, el reconocimiento estadounidense de primera mano parece ser una buena noticia sin mácula. Pero también acarrea importantes problemas a la organización.
Por una parte, podría empujar a los dictadores de los estados que rechazan la existencia de Israel - Mu'ammar al-Gadafi en Libia, el ayatolá Jomeini de Irán y Hafiz al-Assad en Siria - a intentar el sabotaje. Los tres rechazan incluso la noción de una solución diplomática al conflicto con Israel, y están indignados con Arafat. Podrían tratar de asesinar a Arafat. Los sirios ya han despejado el terreno a esta eventualidad haciendo que los grupos palestinos afincados en Damasco declaren "traición" el pronunciamiento de Arafat. Si el asesinato tiene éxito, se quitan concesiones; si fracasa, le envían un aviso, y el efecto puede ser inducirle a abandonar el rumbo actual por miedo.
Por otra parte, hay motivos para creer que el terrorismo palestino contra los israelíes seguirá adelante, en parte porque el miembro de la OLP Salaj Jalaf ha vertido la amenaza y en parte porque Arafat no controla a todos los grupos palestinos. Esto augura lo que sin duda será un proceso polémico y delicado de evaluación en Washington; con motivo de cada incidente violento, las autoridades norteamericanas habrán de juzgar la complicidad de Arafat. Con independencia de cuál sea su decisión, ciertamente ocupará el centro de la nueva polémica.
En resumen, el debate estadounidense en torno a la OLP no ha terminado; simplemente ha pasado a un nivel distinto.