En tres sentidos principales, el crimen de JFK sigue teniendo repercusión para los estadounidenses y para el mundo. También ocupa un lugar aparte en mi vida.
En primer lugar, si el magnicidio no hubiera tenido éxito, es de suponer que ni la Guerra de Vietnam ni la ampliación de las competencias del Estado dentro del programa Great Society habrían afectado a Estados Unidos como lo hicieron. El proyecto JFK virtual: Vietnam si Kennedy hubiera salido con vida llega a la conclusión de que "JFK habría seguido oponiéndose a una guerra estadounidense en Vietnam. Aun cuando el gobierno de Saigón, débil y corrupto, estaba destinado a pasar al cubo de la historia, él se habría opuesto a los que le instaban a enviar efectivos de combate estadounidenses a Vietnam. Él habría puesto fin a cualquier implicación militar".
En cuanto a la ampliación del Estado, el historiador estadounidense Don Keko escribe que Kennedy "carecía de la capacidad legislativa de Lyndon Johnson, lo que habría sentenciado gran parte de lo que se conocería como el Great Society… Sin el programa Great Society, el país no acusaría colosales déficit presupuestarios y la economía habría salido fortalecida".
En segundo lugar, el asesinato de Kennedy desequilibró de forma acusada al progresismo estadounidense. El libro de James Piereson publicado en 2007 El feudo de los Kennedy y la revolución cultural (Encounter) demuestra que los izquierdistas no supieron asumir el hecho de que Lee Harvey Oswald, comunista, había asesinado a Kennedy para proteger el control de Cuba por parte de Fidel Castro. Kennedy perdió la vida a causa de su anticomunismo; pero esto refutaba frontalmente el discurso de la izquierda, de manera que se negaba este hecho y se insistió en presentar a Kennedy como una víctima de la derecha radical, interpretando a Oswald fuera de contexto.
Piereson atribuye gran parte del giro del progresismo estadounidense hacia el pesimismo antiamericano a esta "negativa o ignorancia" del evidente papel de Oswald en el magnicidio. "El hincapié reformista del izquierdismo estadounidense, que venía siendo pragmático y previsor, se vio desbordado por la tónica de auto-condena nacional". Culpar a la cultura norteamericana a lo grande de la muerte de Kennedy transformó el énfasis del progresismo de la economía a la igualdad (el racismo, el feminismo, la libertad sexual, los derechos de los homosexuales) y eso les condujo a identificarse con el movimiento contracultural de finales de los 60. El resultado fue lo que Piereson llama "un sustrato de ambivalencia" hacia el valor de los valores americanos tradicionales.
Los izquierdistas siguen atrapados en esta distorsión, como manifiestan, por ejemplo, las declaraciones de Michelle Obama en 2008 diciendo que con la elevación de su marido a presidente "Me enorgullezco de mi país por primera vez en mi vida adulta", o el artículo esta semana del New York Times que culpa del asesinato de JFK a los conservadores de Dallas en lugar de a un marginal de extrema izquierda.
En tercer lugar, la catástrofe Oswald-Ruby generó una tenaz fascinación por las ideas conspirativas entre personas que por lo demás eran cabales. De hecho, un reciente sondeo Gallup planteaba "¿Le parece que un único hombre fue responsable del magnicidio del Presidente Kennedy, o piensa que hubo otros implicados en una conspiración?" En respuesta, el 61 por ciento dice que hubo otros implicados, y sólo el 30 por ciento afirma que hubo un único hombre.
No menos curioso que esta relación de 2 a 1 es que, entre los que piensan que hubo otros implicados, apenas un 3 por ciento apunta a la Unión Soviética o a otros comunistas como culpables.
Como lamenta el periodista Gerald Posner en su tajante estudio de 1993 Caso cerrado: "El debate ha dejado de ser si JFK fue asesinado por Lee Oswald en solitario o como parte de una conspiración – consiste más bien en ¿cuál es la conspiración correcta?" El único atisbo de buena noticia es que el 61 por ciento de teóricos conspiracionistas es la cifra menor en más de cuarenta años. Puede que Posner, Vincent Bugliosi y los demás escritores se impongan con el tiempo a los revisionistas.
Por último, como nota personal, el recuerdo del viernes 22 de noviembre de 1963 sigue vivo. La noticia del asesinato a las 13:30 EST se susurraba en un auditorio de la Commonwealth School de Boston. Para sorpresa de los estudiantes, la clase de biología de noveno de Ellen Kaplan no solamente se impartió, sino que hasta se hizo un examen. Tras unas deprimentes canastas en el gimnasio, intenté comprar un periódico pero las colas eran muy largas. En casa, mi familia se unió al país siguiendo silenciosamente los informativos.
Aunque antes había seguido los resultados electorales de 1960 y había visto la investidura de 1961, el magnicidio fue el primer suceso político que me afectó emocionalmente. De hecho, su impacto fue tan profundo y duradero que aún hoy – y a pesar de todo lo que se ha sabido de Kennedy desde entonces (incluyendo su faceta sórdida) – esa jornada sigue dándome escalofríos y sacando la lágrima, respuesta visceral a un suceso político que nunca más se repetiría, incluso si Vietnam y el programa Great Society me desplazarían a la derecha.
Y así fue la tragedia del 22 de noviembre de 1963, nacional e intensamente personal a la vez.