Kuwáit se encuentra en una encrucijada. Si el emir Jabir al-Ajmed al-Sabaj y sus ayudantes reconstruyen con rapidez la economía y aprenden a repartir el poder, el país puede convertirse en una referencia para los árabes, así como en un importante aliado de Estados Unidos. Pero si actúan con lentitud y se resisten, Kuwáit puede muy bien convertirse en un nido de problemas. Los peligros son importantes para estadounidenses y kuwaitíes en la misma medida. Lo que hoy parece ser un asombroso éxito de la política norteamericana podría cobrar un aspecto muy distinto si Kuwáit, el objeto de todo ello, empieza a cobrar la imagen de no haber valido la molestia.
Las conversaciones con los kuwaitíes que vivieron el medio año de ocupación iraquí, con sus atrocidades y privaciones, ponen de relieve una creciente impaciencia. Quieren una voz a la hora de administrar su país, y la quieren ya. Antes de la invasión iraquí, los kuwaitíes se contaban entre las poblaciones más indulgentes y mimadas del mundo. Pero cuando se presentó la catástrofe, respondieron con una heroica gravedad. Las autoridades recién repatriadas parecen no haber comprendido del todo estos cambios. Si bien accedieron enseguida a reinstaurar la constitución de 1962, que incluye capítulos progresistas de democracia, no han hecho mucho más. En su corazón, se conoce, el dirigente espera conservar su viejo paternalismo.
La brecha entre las autoridades y la oposición es notoria. Fíjese en el retorno a Kuwáit del emir el 14 marzo. La prensa oficial tituló el acontecimiento "Día de retorno, jornada de homenajes", y proporcionó una crónica del acontecimiento totalmente falta de críticas. En contraste, una sábana no autorizada distribuida en la ciudad de Kuwáit durante la primera mitad de marzo (y posteriormente retirada) celebraba la vuelta del emir pero le recordaba oportunamente varias cuestiones: Los kuwaitíes no serán súbditos, sino que insisten en ser ciudadanos; la libertad sin democracia no existe; y Kuwáit "no consiste solamente en plataformas petroleras, sino en hombres y mujeres".
Aunque no son en absoluto opiniones revolucionarias, insinúan tensiones - tensiones agravadas por el deterioro del estándar de vida desde que Kuwáit fue liberado hace tres semanas. No sólo no se han extinguido prácticamente ninguno de los incendios de las explotaciones petroleras o retirado las minas, sino que el abastecimiento eléctrico, el agua potable y los servicios de telefonía no se han restaurado. Prácticamente no hay funciones municipales. El país se encuentra sumido en un estado de dispersión económica: no había divisa Kuwáit en circulación hasta hace dos días y los bancos no operaban. Las letras no se abonaban. Como confirma la dimisión del gabinete la pasada semana, estos problemas no se desprenden tanto de dificultades técnicas como de los fallos a la hora de tomar decisiones difíciles.
A esto se suman las emociones y las armas descubiertas entre la población kuwaití, y la posibilidad de altercados violentos pasa a ser una realidad probable. El hecho de que la resistencia se desenvolviera mucho mejor que los cuerpos oficiales, fueran militares o policiales, plantea la posibilidad, por remota que parezca, de una insurrección civil en Kuwáit.
Los estadounidenses tienen un interés enorme en prevenir este conflicto. Desestabilizaría más una región clave. Privaría al gobierno estadounidense de un nuevo aliado en una región clave. Y marcaría la victoria de la Operación Tormenta del Desierto, haciendo más difíciles de justificar futuras intervenciones militares norteamericanas.
Por suerte, el gobierno estadounidense puede hacer mucho a la hora de impedir este difícil resultado. En primer lugar, debería dedicar una atención preferente a Kuwáit. (En particular, esto significa no distraerse abiertamente en el conflicto árabe-israelí). El Presidente Bush ha anunciado planes de visitar Kuwáit a finales de abril; no debería de esperar tanto, dado que se trata de un mensaje importante que solamente él puede trasladar al emir - y que el emir no tiene otra que aceptar.
Bush debería de presionarle para que cumpliera las promesas de democracia, poniendo fecha a las elecciones y garantizando el papel parlamentario tanto en la redacción de las legislaciones como en el nombramiento del gabinete. Como los líderes kuwaitíes no tienen mucha experiencia en la democracia, el presidente podría también reservar un tiempo para explicar las virtudes y las necesidades de la democracia.
Además, Bush debería de abordar el lento ritmo de la reconstrucción económica, al haberse convertido esto en un problema político. Debería de instar al emir a delegar autoridad, en kuwaitíes competentes o en corporaciones norteamericanas. Ellas ayudarían a continuación a los gestores - tal vez uno para las explotaciones petroleras, otro para la reparación de las infraestructuras nacionales. Los gestores subcontratarían rápida y concisamente entonces las obras a empresas estadounidenses y extranjeras por igual. Si el emir elige a empresas norteamericanas para cumplir esta función, Bush podría ofrecer su garantía personal de que harán una labor de calidad con premura. Una promesa así paliaría los temores kuwaitíes a ser engañados y trasladaría un mensaje inconfundible a las empresas: la reconstrucción de Kuwáit no es una cuestión comercial únicamente, sino un interés americano vital.
El tiempo se agota. A menos que las autoridades norteamericanas y kuwaitíes intervengan con premura, una oportunidad extraordinaria se esfumará, cediendo su espacio a una probable catástrofe.