No tengo mucho de cocinero. No disputo encuentros deportivos de manera reseñable. Mi habilidad para intervenir en público es corriente. Mis ingresos son modestos. Y mi mediocridad en todos estos ámbitos está asumida.
Eso se debe a que me precio de mis escritos. Escribo de historia y política, referentes a Oriente Medio en su mayor parte. Me esfuerzo mucho por llegar tanto a una audiencia especializada (personas a las que les gusta dedicar sus jornadas laborales a estas cuestiones) como a una profana (todos los demás).
Aunque habré publicado alrededor de una docena de libros y cientos de tribunas, la escritura sigue siendo para mí una empresa difícil. Como sabe cualquiera que haya sido estudiante, ordenar las ideas de uno en el papel es difícil. Sí, con la experiencia la cosa mejora algo, pero no mucho, quizá porque implica convertir el caos tridimensional del mundo al impecable orden de las dos dimensiones del papel. La redacción siempre exige concentración y estructura, y no hay forma de evitar las galeradas, ese primer esfuerzo caótico e improductivo de ordenar las ideas de uno. Tampoco puedo evitar los múltiples borradores posteriores y las correcciones, una docena en total a veces o más.
Las únicas ocasiones en que la redacción es relativamente fluida son las infrecuentes veces en las que sé con antelación lo que tengo intención de decir, y ponerlo sobre el papel se convierte en una labor más de secretaría que de creación. Esto sucede a veces con una tribuna, digamos, y un millar de palabras salen en apenas una hora más o menos. Generalmente, esta feliz experiencia sigue a la discusión repetida de una materia, cuando tengo calculado lo que pienso. Pero en raras ocasiones puede aplicarse lo mismo a un artículo de una revista o incluso a un libro. Mi experiencia más memorable en esta línea tuvo lugar en 1989: El ayatolá Jomeini decretó su pena capital contra Salman Rushdie el 14 de febrero y para finales de mayo de 1989 yo tenía un libro entero acerca de esto, explicando sus orígenes y sus implicaciones. Recuerdo emocionado aquella vez como singular momento de actividad apasionada. Tristemente, asumo que fue un episodio puntual que no se repetirá.
A pesar de su dificultad para mí, pongo el acento en la escritura por tres razones principales. Primero, es consecuente. La escritura mueve el mundo. Prácticamente todas las ideas que hemos tenido alguna vez cualquiera de nosotros se deben en última instancia al texto que alguien redactó en algún momento. La vida espiritual, la ideología política, la tecnología, los fundamentos del romance - todo se desprende de las palabras sobre el papel (o últimamente, del monitor). Cada informativo o película sale de la palabra escrita. Así ha sido durante siglos y seguirá siéndolo hasta en esta era de multimedia y tecnologías emergentes. La única manera de sacar una idea a la luz, fijarla y perfeccionar su expresión sigue siendo la palabra escrita. Cuando escribo, siento que tengo posibilidad de participar en esta empresa humana profundamente importante.
En segundo lugar, la escritura es gratificante. Ver el nombre propio sobre el papel, no puede negarse, es un placer. En parte es cuestión de gratificación del ego, en parte satisfacción producto de recordar las ideas de uno y fijarlas en una hoja pulcra. Pero escribir también me compensa en un sentido más material, siendo parte esencial de mi profesión. Casi todas las oportunidades que tengo son producto de la escritura. Las tribunas de prensa conducen a intervenciones en programas de la televisión nacional, los artículos de las revistas a invitaciones a visitar lugares lejanos, los artículos especializados a labores de consultoría, y los libros a conferencias.
Por último, escribo porque me apetece expresarme. No importan las veces que pueda repetirme a tenor de alguna cuestión - el conflicto árabe-israelí, pongamos, o los peligros del islam fundamentalista - mis ideas siguen siendo efímeras hasta que las llevo al papel. El ensayo implica un rigor que me obliga a dar coherencia a mis opiniones.
Y por esa razón, aunque muchas veces preferiría ver la televisión o relajarme, normalmente hago el esfuerzo y me obligo a escribir. No siempre es divertido, pero siempre vale la pena.