A medida que la administración Bush va desarrollando sus políticas hacia la región más volátil del mundo, descubre que los árabes que componen la gran mayoría de la población de Oriente Próximo se encuentran en un estado de importante agitación. Dos cuestiones muy parecidos revisten particular preocupación - la tesitura de los iraquíes y la tesitura de los palestinos.
Según los árabes, los iraquíes han caído en un estado de profunda pobreza a causa de las sanciones económicas de imposición norteamericana iniciadas hace casi 11 años. La renta iraquí per cápita ha caído hasta ser apenas el 10% de lo que era en su apogeo en 1980, lo que supone quizá el descenso económico más sostenido de nuestro tiempo. Aunque la ingesta calórica sigue siendo razonablemente buena, la caída paulatina en la penuria de esta población en tiempos burguesa ha sido tremenda de experimentar para los iraquíes y de visualizar para los arabeparlantes.
Los problemas económicos de los palestinos son más recientes y menos graves, pero su colapso cobra quizá mayor relevancia aún. Porque aquí es Israel - considerado por los árabes como su principal enemigo - el que ha apretado las tuercas económicas. No sólo los palestinos no pueden ocupar un puesto de trabajo en Israel, sino que la movilidad queda totalmente limitada dentro de sus propias zonas, interrumpiendo el flujo de bienes y servicios. Como resultado, la renta ha caído hasta la tercera parte.
En ambos casos, la indignación de los arabeparlantes de Oriente Próximo es palpable, plasmada en sondeos, manifestaciones, boicots económicos, la retórica política y hasta la cultura pop (la canción titulada "Odio Israel" encabeza las listas musicales egipcias en este momento). Los dos problemas también tocan una cifra más sensible - el temor árabe a una gran conspiración occidental en su contra.
La tónica resultante de agravios representa una poderosa fuerza que obstaculiza los esfuerzos de Washington por contener a Irak y resolver el conflicto árabe-israelí. Cuando los líderes árabes se reunieron a principios de esta semana, hablaron casi ininterrumpidamente de Irak y de los palestinos, y de casi nada más. Inevitablemente, esto se traduce en una enorme hostilidad hacia Estados Unidos y su aliado, Israel. Desde el punto de vista estadounidense, por supuesto, las cosas parecen muy distintas. Según lo vemos nosotros, el sufrimiento iraquí y el palestino no son producto de la perversidad occidental sino de las acciones de sus propios líderes cínicos y ambiciosos.
Saddam Hussein, el dictador totalitario de Irak, no desea sino ser una importante potencia global. Distingue dos formas de lograr esto: controlar las enormemente relevantes reservas de sus inmediaciones, y desplegar armas de destrucción masiva. Esta ambición explica que invadiera a dos vecinos (Irán y Kuwáit) y que lanzara misiles contra dos más (Arabia Saudí e Israel); también explica los enormes recursos que destina a armamento.
Pero todos estos esfuerzos han acabado en desastre hasta la fecha. Desde el año1990, Saddam se ha enfrentado a una amplia batería de sanciones. Reanudar su marcha hacia la posición de potencia global exige su levantamiento. Y la forma de hacer eso, concluye, es granjearse la simpatía del mundo por todo por el daño que se causa a su población. Y si las sanciones no son tan lesivas - tienen tantas lagunas que podría pasar un camión cisterna - él se cerciora de que lo parezcan. Aunque Irak vende casi todo el crudo que extrae, Saddam emplea los miles de millones que ingresa no en la población, sino en su arsenal. Con la diferencia, se construye unos cuantos palacios más.
Como demuestran los años de carrera de este criminal totalitario, causará a los iraquíes el sufrimiento que le sea necesario para impulsar sus objetivos. En el pasado esto significó emprender una campaña genocida contra los kurdos; hoy implica empobrecer al pueblo iraquí porque eso presiona a Estados Unidos para que levante los mecanismos restantes de control sobre Irak. Es sencillo y es elemental, pero funciona. La miseria de los iraquíes ayuda directamente a Sadam a extender su poder.
Yasser Arafat, secretario de la Autoridad Palestina, no alberga tales ambiciones globales pero su programa también es muy audaz: Destruir Israel y reemplazarlo con un estado palestino.
El pasado verano, Israel ofreció a los palestinos un acuerdo sobradamente generoso que solamente obligaba a Arafat a aceptar la existencia permanente del estado judío. Esto, sin embargo, era algo que no podía hacer, de manera que la oferta israelí tuvo el efecto imprevisto de dejar en evidencia el grado de hostilidad de los palestinos íntegro.
¿Y entonces? En el caso de Arafat, las negociaciones directas con Israel habían cumplido su finalidad, crear la Autoridad Palestina que él encabeza. Pero la Autoridad Palestina es una obra sin rematar, al disfrutar solamente de parte de los mecanismos de soberanía y quedar junto a Israel, no en su lugar. ¿Cómo iba Arafat a impulsar el programa palestino?
La respuesta no tardó mucho en llegar. Arafat ordenó a sus efectivos armados que reanudaran la batalla atacando israelíes. Enarboló los daños personales palestinos consecuencia y el colapso económico como vía para agitar las emociones. Gran parte del mundo exterior respondió religiosamente con presiones sobre Israel. Arafat había descubierto solo una nueva forma de combatir a su veterano enemigo. Cuando el primer George Bush entregó las llaves de la Casa Blanca a Bill Clinton, Washington mantenía buenas relaciones funcionales con los países árabes en los escenarios tanto iraquí como árabe-israelí. Por desgracia, para cuando Clinton entregaba esas llaves al segundo George Bush, entregaba unas relaciones con los países árabes en un estado de ruina total.
La nueva administración ya ha implantado dos excelentes cambios políticos referentes a Oriente Próximo: hincapié en la contención de Irak y retirada de las negociaciones árabe israelíes. Irak reviste peligros alarmantes al tiempo que las relaciones de Israel con sus vecinos no están maduras para su resolución claramente. Irak exige tomar la iniciativa; el conflicto árabe-israelí necesita más tiempo. El problema reside en que este enfoque sensato va directamente en contra de los deseos de los países árabes. Teniendo en cuenta que las opiniones árabes y norteamericanas son casi diametralmente opuestas, la administración Bush tiene por delante la tarea sobradamente difícil de reparar el despropósito de los ocho últimos años.