Cuando el rey Hassán de Marruecos firmó un documento de unión con el coronel libio Muammar Gadafi, los americanos quedaban tan decepcionados como sorprendidos. El Departamento de Estado, sutilmente como es típico, destacaba la unión propuesta con "evidente preocupación". No es extraño: ver a un veterano aliado americano accediendo a unir su país con un enemigo activo y decidido de los Estados Unidos hace sonar las alarmas naturalmente.
Tales alarmas, sin embargo, podrían no ser justificadas. Un examen más detenido demuestra que la maniobra del monarca consolida de forma potencial su posición en dos sentidos. Y siendo así, también favorece a Estados Unidos.
En primer lugar, Hassán es un político consumado que gobierna Marruecos con éxito notable desde 1956, y presumiblemente daría este paso teniendo presentes las consecuencias. Ha asegurado reiteradamente a Washington que la unión con Libia no va a debilitar sus vínculos con Estados Unidos. ¿Por qué no concederle el beneficio de la duda? ¿Por qué dar por sentado que Gadafi se lleva la mejor parte?
Acontecimientos recientes apoyan esta interpretación. Gadafi está cada vez más presionado por la inestabilidad interna que prospera contra su gobierno en Libia. A causa de esto, parece dispuesto a dar cabida a sus adversarios externos. En agosto accedía a poner fin a su apoyo al movimiento Polisario del Sáhara Occidental; un mes más tarde, accedía con Francia a retirar todos los efectivos del Chad. Por parte de Hassán, cerrar un acuerdo de unidad puede haber sido una forma de facilitar el reconocimiento de la derrota por parte de Gadafi, al permitirle salvar la cara.
Pero la unión con Libia favorece a Estados Unidos de una segunda forma a un plazo más largo, al compensar los temores marroquíes generalizados a tenor de la implicación estrecha de su gobierno con Occidente. Los orígenes de esta inquietud residen en la cultura política de Marruecos, en la religión islámica en especial. El islam insta a los musulmanes a obedecer un amplio abanico de reglamentos que regulan cada faceta de la vida cotidiana, de la higiene personal al reparto del saqueo. Dado que solamente del musulmán pueden esperarse los esfuerzos necesarios para implantar estas leyes (en especial las referidas a la justicia, el régimen fiscal y el enfrentamiento bélico), la religión exige que el jefe del Estado sea un musulmán.
De esta forma el islam acarrea un imperativo de ordenación. Los no musulmanes, sean cristianos, judíos, hindúes, budistas o lo que sea, no han de controlar el destino de los musulmanes. Aunque apoyado en las leyes del islam, este imperativo ha sido aceptado de forma tan generalizada que está influenciando las posturas hasta de los musulmanes seculares.
A los seculares, claro está, no les interesa la aplicación de la ley islámica, pero ellos siguen insistiendo en la soberanía musulmana. Esto explica en gran medida la importante sensibilidad de las poblaciones musulmanas con cualquier atisbo de limitación de su independencia por parte de infieles. En la medida en que el gobernante musulmán aparente depender de no musulmanes, perderá credibilidad como líder.
El miedo a la intervención externa limita la influencia de los gobiernos tanto soviético como estadounidense. Si el shaj de Irán o el egipcio Anwar Sadat fueron considerados líderes demasiado próximos a Estados Unidos, contribuyendo esta percepción a su caída, los actuales movimientos de oposición de Afganistán y Siria se dirigen a la eliminación de los regímenes de respaldo soviético.
Los marroquíes, que son un 95% musulmanes, comparten esta sensibilidad al poder no musulmán. Sus inquietudes fueron agitadas en los últimos años por las estrechas relaciones de Hassán con Estados Unidos. Él ofreció instalaciones navales, emisoras y recursos de Inteligencia, y en 1984 recibía 140 millones de dólares en ayudas americanas. Con revelador efecto, la oposición acusaba a Hassán de vender a Washington la independencia de Marruecos y de convertirse en su representante.
De hecho, este desafío se ha convertido en un problema importante para Hassán.
Es en respuesta a estas acusaciones que la unión con Libia adquiere su valor. De un golpe, el monarca ha anulado la acusación de que recibe órdenes de Washington, cancelando el argumento más firme de la oposición. Aun así, como temen las autoridades norteamericanas, el acuerdo sí confiere una nueva respetabilidad a Gadafi, estabilizando también las relaciones marroquíes con Estados Unidos. Si el rey Hassán logra blindar su posición con este golpe de efecto, Estados Unidos tendrá motivos para estar contento con la unión.
Más allá de los detalles concretos de este acuerdo, hay una lección importante que extraer de estos acontecimientos. Con demasiada frecuencia, los políticos estadounidenses esperan convertirse en el mejor amigo político de los líderes de todo el mundo. Los estadounidenses instan a los extranjeros a apreciar a Estados Unidos, a emular el estilo americano, a proporcionar bases militares, participar del comercio y cosas así. En muchos casos, sin embargo, niveles tan elevados de implicación son inapropiados. Por ejemplo, en el caso de China, las relaciones estrechas son imposibles con el sistema comunista, los vínculos simplemente no pueden prosperar más allá de una alianza táctica concreta, aunque los estadounidenses deseen hacerlo.
De igual forma, las relaciones con los gobiernos musulmanes están limitadas por las sensibilidades políticas permanentes de las poblaciones musulmanas. Para ellas, los vínculos estrechos despiertan sospechas y provocan el sentimiento antiamericano. Los americanos han de advertir que es contraproductivo esperar que los líderes musulmanes alineen sus gobiernos de forma demasiado estrecha con Estados Unidos. Esta no es cuestión de diferencia política solamente, sino que se remonta a la acusada inquietud musulmana con la interferencia en el poder de los no musulmanes.
Las relaciones con los países musulmanes han de ser modestas - mantenidas con distancia y poniendo el acento en la total libertad de acción de la parte musulmana. Los vínculos abiertamente visibles perjudican a los aliados musulmanes de América. De desarrollarse, el mejor remedio es una dosis de frialdad con alguien como Gadafi que sirva para desmentir el miedo al abrazo americano. Si Estados Unidos no guarda las distancias, habrá de depender de que líderes musulmanes consumados como el rey Hassán las guarden.