El régimen sirio de Hafez Assad ha aparentado cambiar de dirección con anterioridad, a través primero de maniobras tentativas hacia la liberalización y luego alineándose con la coalición que combatió a Saddam Hussein encabezada por Estados Unidos, y accediendo al deseo de América de que accediera a la celebración de una conferencia de paz con Israel, en el caso más dramático.
No hay duda de que las relaciones americano-sirias han mejorado enormemente en el ínterin. El significado de ese cambio, sin embargo, dista de ser claro. ¿Cómo debe de responder América al nuevo rumbo de Assad? ¿Debe ser aceptado como socio de los esfuerzos regionales estadounidenses? ¿Debe aprovechar Estados Unidos la situación para obligar a Assad a modificar su régimen? ¿Es la nueva cara que Siria muestra a Occidente, y si es así, requiere cautela o esperanza, o tal vez las dos cosas?
Tan brutal como pueda ser el totalitario de Assad, es un político sutil y muy sofisticado. A diferencia de Saddam Hussein, su rival perenne por el estandarte del escalafón baaz, Assad es un político consumado, paciente, sibilino y comedido (aunque en absoluto melindres) a la hora de utilizar la violencia. Desde que llegara al poder en 1969, ha seguido con habilidad sus principales objetivos; la consolidación de su régimen sustentado en la minoría alauí, la ampliación del alcance de la influencia regional de Siria y ser referente del enfrentamiento militar árabe con Israel.
El último objetivo, que ha cobrado la forma de tratar de lograr la paridad estratégica con el sionista, ha permanecido esquivo, no por motivos estrictamente militares, sino porque la policía de Estado que ha implantado Assad no ha logrado alcanzar el desarrollo económico y social israelí. La economía siria ha sido prácticamente conducida a la quiebra a través de dos décadas de gestión Assad.
Durante todo el tiempo, Assad ha dependido de su superpotencia patrón, la Unión Soviética. El alejamiento de los avisperos regionales iniciado por Mijail Gorbachov fue un acontecimiento inesperado y potencialmente amenazador para Assad, al augurar la pérdida de su patrón y de una amplia red de contactos militares y políticos extendida por todo el bloque soviético, en un momento en que su economía difícilmente podía permitirse una ruptura así. Para mediados de 1990, la profecía se hacía realidad. Es este suceso más que ningún otro lo que explica el cortejo a Estados Unidos por parte de Assad.
La invasión de Kuwáit por parte de Saddam Hussein brindó a Assad una solución inesperada a sus problemas y él aprovechó esta oportunidad de manera magistral. Al aliarse con Estados Unidos, Assad pudo por fin vencer a su rival baaz, blindar su control del Líbano, recibir ayuda económica y congraciarse con Estados Unidos.
Pero si bien la crisis de Kuwáit consolidó la influencia de Assad frente a la OLP, Irak y el Líbano, en relación a Jordania, Turquía e Israel la debilitó.
¿Una oportunidad a la paz?
Habiéndose acercado a Estados Unidos, ¿puede ahora Assad poner fin a la longeva hostilidad de Siria hacia Israel? La necesidad por parte de Assad de poner de relieve sus credenciales frente a sus paisanos no alauitas ha hecho que sean remotas las probabilidades de que cierre una paz con Israel desde hace tiempo. Desde que Egipto rematara un acuerdo de paz independiente con Israel en 1978, Siria ha sido el parangón del enfrentamiento entre estados que, con independencia del drama del levantamiento palestino, constituye el corazón del conflicto árabe-israelí.
La población de Siria es desde hace tiempo inasequiblemente opuesta a la paz con Israel. En general, Assad se ha impuesto a la voluntad popular en lo que a las cuestiones nacionales cruciales en el corazón de su régimen se refiere, pero se ha esforzado por someterse a ella en las cuestiones comparativamente menos relevantes de la política exterior.
Al mismo tiempo, en el espectro político israelí hay desde hace tiempo un consenso en contra de ceder los Altos del Golán, que Siria perdió en su ofensiva contra Israel de 1967. Pero aun así Assad podría llegar a alguna especie de paz de darse los incentivos adecuados – evitando una guerra abierta o mejorando las relaciones con Occidente.
La derrota de Irak ha decantado el equilibrio militar en contra de Siria al frente oriental israelí; al mismo tiempo, Assad no ha dado ninguna muestra de limitar ninguna de sus actuales opciones militares. Su actual entrada en el proceso de paz parece más un cambio de táctica que un cambio sincero, siguiendo más las líneas maestras marcadas por la declaración de finales de 1998 de Arafat que por el viaje en 1977 de Anwar Sadat a Jerusalén.
Assad sí responde a los incentivos y su comportamiento podría ser alterado por Estados Unidos de adoptar sus políticas hacia Siria con la suficiente atención y control. Los cambios de peso en Siria son improbables hasta que los sunitas – la mayoría en Siria – lleguen al poder, algo que no cabe esperarse, bajo ningún concepto, en el futuro próximo.
En el ínterin, a costa de su relación, su cooperación presente y su apoyo, los estadounidenses pueden exigir que Assad adopte un buen número de medidas, unas ambiciosas y otras simbólicas, teniendo presente la extraordinaria agilidad de Assad y el inaceptable moral que representa el régimen. Las maniobras concretas que podría realizar América incluirían empujar a Assad a mejorar la situación de sus derechos humanos, obligarle a cumplir sus obligaciones económicas para con los países occidentales, y dejar de apoyar el terrorismo y el tráfico de estupefacientes.
Lo más probable es que Assad intente inducir a Washington a compensarle por dejarse ayudar. En lugar de permitir que esto suceda, Estados Unidos puede aprovechar la debilidad relativa de Assad en este momento para marcar un cambio positivo a través de políticas que sinteticen la cautela hoy con la esperanza en el futuro.