La elección de Ariel Sharon nos permite echar la vista atrás con asombro hacia los ocho últimos años. El gobierno Israelí siguió un curso sin igual en los anales de la diplomacia.
Sus negociaciones más célebres fueron con Yasir Arafat y los Palestinos, pero éstas fueron en paralelo a otras negociaciones no menos importantes con los Sirios y los Libaneses. En todos los caminos, el estado Judío siguió un enfoque similar, que se puede parafrasear como sigue: "Seremos razonables y os daremos lo que se puede decir que es legítimo; a cambio, esperamos que cambiéis de corazón, finalicéis vuestra campaña para destruir Israel y en su lugar aceptéis la permanencia de un estado soberano Judío en Oriente Medio". En pocas palabras, los Israelíes ofrecieron tierra a cambio de paz, como el gobierno de los Estados Unidos llevaba tiempo presionando para que hicieran.
Esta política impulsó a Israel a tomar una serie de medidas que algunos observadores tildaron de fuertes y otros de temerarias: a los Palestinos les ofreció un estado, entero con Jerusalén como su capital y soberanía sobre el Monte del Templo. A los Sirios, les ofreció el control total sobre los Altos del Golán. Al Líbano, no solamente le ofreció sino que llevó a cabo una retirada unilateral de las fuerzas Israelíes de la parte sur del país en Mayo del 2000.
Estas concesiones ganaron a Israel a cambio exactamente nada. Tender una mano de amistad no se ganó la aceptación Árabe sino exigencias cada vez mayores de más concesiones Israelíes. Los Palestinos y los Sirios miraron con desdén las sucesivas ofertas Israelíes, exigiendo siempre más. Los Libaneses tomaron todo de Israel e hicieron más exigencias.
Y lo que es peor, el abanico de concesiones Israelíes que dejan boquiabierto aumentó en realidad la hostilidad Árabe y Musulmana. Cuando el proceso de Oslo, como se llama a ese episodio de la diplomacia, comenzó en 1993, Israel fue temido y respetado por sus enemigos, que comenzaban a reconocer a Israel como un hecho de por vida y abandonaban con reticencia sus intentos de destruirlo. Pero esas tentativas se restablecieron mientras los Árabes veían a Israel abandonar su seguridad y sus lugares santos, pasar por alto la ruptura de promesas solemnes, y hacer amenazas vacías. La impresión era de un Israel desesperado aplacando el conflicto.
Lo que los Israelíes vieron como mano izquierda fue percibido como debilidad y desmoralización. Combinado con otras fuentes de confianza Árabe - especialmente el crecimiento demográfico y el resurgimiento de la fe - esto condujo a una oleada de ambiciones anti-Sionistas y reencendidas esperanzas de destruir a la "entidad Sionista". Los pasos previstos para calmar a los Palestinos aumentaron en su lugar sus ambiciones, su furia, y su violencia. A cambio de toda su buena voluntad y su búsqueda caritativa, Israel ahora hace frente a una amenaza de guerra total más fuerte que en cualquier momento en décadas. No hay duda de por qué eligieron a Sharon con tan amplio margen.
Tierra-a-cambio-de-paz contenía una plétora de errores, pero los dos más fundamentales fueron económicos. Uno sobrestimó el poder Israelí, el otro interpretó mal las aspiraciones Árabes.
Primero, el proceso de Oslo asumió que Israel, en virtud de su auge económico y su formidable arsenal, es tan fuerte que puede elegir unilateralmente cerrar su conflicto centenario con los Árabes. El GDP de Israel es de casi 100 billones al año y el de los Palestinos ronda los 3 billones de dólares; La renta per cápita de Israel de 16.000 dólares es levemente superior a la de España, mientras que los ingresos Sirios per-cápita de casi 800 dólares son comparables a los de la República del Congo. Las Israel Defense Forces despliegan el avión más moderno, tanques, y todo el material que el dinero puede comprar; la fuerza Palestina de policía tiene armas rudimentarias.
Esta fuerza material resulta que no permite que Israel imponga su voluntad ante los Árabes. En parte, no puede hacer esto porque los Árabes iniciaron el conflicto y lo han continuado; solamente ellos, no los Israelíes, pueden terminarlo. Las decisiones clave de la guerra y de la paz siempre se han tomado en El Cairo, Damasco, y Bagdad, no en Jerusalén o Tel Aviv.
Sin importar lo formidable que sea la fuerza de Israel en aviones o tanques, sus enemigos están desarrollando estrategias militares que o van a menor escala (desde malestar civil o terrorismo, como la reciente violencia Palestina contra Israel) o a mayor escala (hasta armas de destrucción masiva, como en la amenaza Iraquí).
Finalmente, una alta renta o un arsenal poderoso no son tan importantes como la voluntad y la moral; el software cuenta más que el hardware. A este respecto, los Israelíes no impresionan a sus opositores. En palabras del filósofo Yoram Hazony, los Israelíes son "un pueblo agotado, confundido y sin rumbo".
Los sonoros avisos de que los Israelíes están cansados de su conflicto con los Árabes son audibles para todos - cómo son reacios al servicio militar en la reserva que se extiende hasta la mediana edad para los hombres, el alto gasto militar, las muertes de soldados, y el miedo rugiente del terrorismo - no inspiran miedo. ¿Cómo puede un "pueblo agotado" imponer su voluntad a sus enemigos?.
Así que la esperanza de Israel de obligar a sus enemigos es ilusoria.
Una segunda asunción tras la diplomacia de Oslo era que la posibilidad de mejora económica cambiaría la atención Árabe de la guerra a búsquedas más constructivas. La lógica tiene sentido intuitivo: satisfacer las exigencias razonables para que los Palestinos, los Sirios, y los Libaneses puedan mirar más allá del anti-Sionismo hacia mejorar su estándar de vida. Si solamente tuvieran un apartamento agradable y un coche último modelo, continuaba la idea, su ardor de destruir a Israel disminuiría.
Hay poca evidencia para esta expectativa. Según lo demostrado por la disponibilidad Árabe para aceptar la dificultad económica en busca de objetivos políticos, la política trunca generalmente a la economía. El gobierno Sirio tiene desde hace décadas una parálisis económica aceptada como precio de permanecer en el poder.
Más dramático es el rechazo Palestino de abandonar su "derecho de retorno". Para aplacar las exigencias Palestinas de territorio y edificios abandonados por sus ancestros en Israel hace unos cincuenta años, la idea en ocasiones burda era comprarlos, a cambio de abandonar una aspiración distante y aparentemente nada práctica. No hay trato. Un reportero en Baqaa, un campamento Palestino en Jordania, no encontró recientemente a nadie que quisiera cobrar dinero a cambio de renunciar a sus exigencias de Palestina. Como una mujer de mediana edad la explicó: "No venderemos nuestra tierra ancestral ni por todo el dinero en el mundo. Somos Palestinos y seguiremos siendo Palestinos. No deseamos la remuneración, nosotros deseamos nuestra patria". El dueño de una farmacia concurrió, agregando, "Incluso si Arafat conviene con la remuneración, nosotros como Palestinos no estamos deacuerdo con ella".
Los Israelíes habían ideado una teoría elegante de causa-efecto diplomático: entre la fuerza Israelí y las esperanzas Árabes de un futuro mejor, se imaginaron que los Árabes se verían invitados a poner fin a la larga campaña anti-Sionista. Ambas premisas, aunque suenan sensatas, fueron absolutamente incorrectas.
En esto, el proceso de Oslo perteneció a una tradición diplomática fracasada que confía en conceder al oponente algo de lo que él desea con la esperanza de que ésto lo haga menos hostil. No le funcionó a Neville Chamberlain con Hitler; ni a Richard Nixon con Brezhnev. Los Israelíes ofrecieron bastante más que cualquiera de éstos y terminaron con incluso menos.