Desde la creación de Israel, palestinos, árabes y musulmanes han sido el pilar del antisionismo, con la izquierda, desde la Unión Soviética hasta los profesores de literatura, en labores auxiliares. Pero esto podría estar en proceso de cambio: a medida que los musulmanes empiezan, lentamente, a regañadientes, incluso erráticamente, a aceptar el Estado judío como una realidad, la izquierda se está volviendo cada vez más vociferante y obsesiva en su rechazo hacia Israel.
Hay muchas evidencias que apuntan en esa dirección: las encuestas en Oriente Medio descubren brechas en la oposición a Israel, mientras que en EEUU un imoirtante sondeo muestra por primera vez que los progresistas del Partido Demócrata son más antiisraelíes que proisraelíes. Los regímenes saudí y egipcio tienen unas genuinas relaciones con Israel en materia de seguridad, mientras que un personaje como (el judío) Bernie Sanders proclama: "Si [los israelíes] quieren que tengamos una relación positiva, deberán mejorar su relación con los palestinos".
Pero quisiera centrarme en un pequeño e ilustrativo ejemplo de una institución de Naciones Unidas: la Organización Mundial de la Salud, que ha pergeñado el informe A69/B/CONF./1, el 24 de mayo, con este sugerente título:
Condiciones sanitarias en el territorio palestino ocupado, Jerusalén Este incluida, y el Golán sirio: borrador de decisión propuesto por la delegación de Kuwait, en nombre del Grupo Árabe, y Palestina.
El documento, de tres páginas, demanda una "evaluación de campo dirigida por la Organización Mundial de la Salud" que preste especial atención a cuestiones como los "incidentes de retrasos o denegación del servicio de ambulancia" y el "acceso de los presos palestinos a unos servicios sanitarios adecuados". Por supuesto, el texto señala a Israel como denegador de un acceso sin trabas al servicio sanitario. Es algo especialmente ridículo, pues la OMS ha contratado a un consultor de la vecina Siria vinculado a la mismísima cúpula del régimen de Asad, a pesar de haber perpetrado éste atrocidades estimadas en medio millón de muertos y doce millones de desplazados (de una población total de 22 millones antes de la guerra).
En cambio, tanto la esposa como el cuñado del líder de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, cuyo estatus y riqueza les asegura tratamiento en cualquier parte del mundo, optaron por ser tratados en hospitales israelíes, como hicieron en su día la hermana, la hija y la nieta de Ismaíl Haniyeh, el líder de Hamás en Gaza, enemigo jurado de Israel.
A pesar de estos hechos, la OMS sometió a votación el 28 de mayo la valoración de campo propuesta, con el predecible resultado desparejo de 107 votos a favor, 8 en contra, 8 abstenciones y 58 ausencias.
Hasta aquí, todo esto es la tediosa rutina. Pero la composición de esos bloques de voto llama poderosamente la atención. Entre quienes votaron a favor se contaron todos los estados de Europa, excepto dos: Bosnia-Herzegovina (la mitad de su población es musulmana) y San Marino (población total: 33.000), que se ausentaron de la votación por motivos que desconozco.
Repitamos: todos los demás Gobiernos europeos, salvo esos dos, apoyaron una valoración sesgada con su inevitable condena de Israel. Para ser específicos, ahí figuraban los gobernantes de Albania, Andorra, Austria, Bielorrusia, Bélgica, Bulgaria, Croacia, Chipre, República Checa, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Francia, Alemania, Grecia, Hungría, Islandia, Irlanda, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Macedonia, Malta, Moldavia, Mónaco, Montenegro, Países Bajos, Noruega, Polonia, Portugal, Rumanía, Rusia, Serbia, Eslovaquia, Eslovenia, España, Suecia, Suiza y Reino Unido.
Lo que hace aún más llamativa esta práctica unanimidad europea son los numerosos países con mayorías o abrumadoras mayorías de población musulmana que se ausentaron de la votación: Burkina Faso, Chad, Costa de Marfil, Eritrea, Etiopía, Gabón, Gambia, Kirguistán, Libia, Mozambique, Sierra Leona, Sudán, Tayikistán, Tanzania, Togo y Turkmenistán.
Así que Islandia (sin prácticamente musulmanes) votó a favor de la enmienda contra Israel, mientras que no lo hizo Turkmenistán (donde los musulmanes superan el 90% de la población). Chipre y Grecia, que tienen unas relaciones con Israel de nuevo cuño y gran importancia, votaron contra Israel, mientras que los libios, históricamente hostiles, se ausentaron de la votación. Alemania, con su maléfica historia, votó contra Israel, mientras que Tayikistán, socio del régimen iraní, se ausentó. Dinamarca, con su noble historia, votó contra Israel, pero no Sudán, gobernado por un islamista.
Este inopinado patrón sugiere que la monolítica hostilidad musulmana se está agrietando, mientras que los europeos, situados de manera abrumadora en la Izquierda –hasta el punto de que incluso los partidos de derechas han defendido aguadas políticas izquierdistas– desprecian cada vez más a Israel. Y lo que es peor: incluso quienes no comparten esta actitud se adhieren a ella.
Los ataques violentos contra Israel siguen siendo cosa no de izquierdistas sino de musulmanes, y el islamismo, no el socialismo, permanece como la ideología antisionista imperante. Pero esos cambios apuntan a un enfrentamiento de las relaciones de Israel con Occidente y a unas más cálidas del primero con sus vecinos.