Daniel Polisar, del Shalem College de Jerusalén, agitó el debate a propósito de las relaciones palestino-israelíes en noviembre de 2015 con su ensayo "What Do Palestinians Want?" (¿qué quieren los palestinos?). En él, tras examinar 330 encuestas para "entender el punto de vista de los palestinos comunes" sobre Israel, los judíos y la utilidad de la violencia contra ellos, descubrió que los atacantes palestinos eran "venerados" por su sociedad, con todo lo que ello implica.
Lo ha vuelto a hacer con "Do Palestinians Want a Two-State Solution?" (¿quieren los palestinos una solución de dos Estados?). Esta vez ha repasado cuidadosamente más de 400 encuestas de opinión entre los palestinos para buscar consistencia entre evidencias aparentemente contradictorias respecto a cómo resolver el conflicto con Israel. A partir de esta masa confusa, Polisar determina convincentemente que los palestinos, de forma colectiva, tienen tres puntos de vista interrelacionados sobre Israel: que no tiene legitimidad histórica o moral para existir, que es intrínsecamente belicoso y expansionista y que está condenado a la extinción. En conjunto, estas actitudes explican y justifican la demanda palestina generalizada de un Estado "desde el río [Jordán] hasta el mar [Mediterráneo]", la gran Palestina de sus mapas que borran a Israel.
Con este análisis, Polisar ha diseccionado elegantemente el fenómeno que denomino rechacionismo palestino. Es la política que puso por primera vez en práctica el monstruoso muftí de Jerusalén Amín al Huseini en 1921 y que se ha mantenido regularmente en los siguientes cien años. El rechacionismo exige que los palestinos (y, con ellos, los árabes y los musulmanes) repudien todos los aspectos del sionismo: han de negar los lazos judíos con la Tierra de Israel, combatir la propiedad judía de esa tierra, desconocer los poderes políticos judíos, negarse al comercio con sionistas, asesinar a los sionistas donde les sea posible y aliarse con cualquier potencia extranjera, incluidas la Alemania nazi y la Rusia soviética, para erradicar el sionismo.
La continuidad es llamativa. Todos los principales líderes palestinos –Amín al Huseini, Ahmad al Shukeiri, Yaser Arafat, Mahmud Abás y Yahya Sinwar (el nuevo líder de Hamás en Gaza)– han hecho de la eliminación de la presencia sionista su único objetivo. Sí: por motivos tácticos, a veces se han comprometido (de manera más notable en los Acuerdos de Oslo de 1993), pero después se retractaron en cuanto les fue posible.
Dicho de otro modo: el proceso de paz israelo-palestino que empezó en 1989 ha sido una farsa descomunal. Mientras los israelíes debatían seriamente sobre hacer "dolorosas concesiones", sus homólogos palestinos hacían promesas que no tenían intención de cumplir, algo que Arafat tuvo la desfachatez de señalar públicamente a sus votantes incluso después de haber firmado los Acuerdos de Oslo.
Mientras el rechacionismo siga piafando, los debates sobre soluciones de uno, dos o tres Estados, sobre repartir el Monte del Templo en dos zonas soberanas o sobre las redes de electricidad y suministro de agua no servirán para nada. No puede haber una solución mientras los palestinos sigan soñando con la obliteración del Estado judío. De hecho, esto hace que las negociaciones sean contraproducentes. Los Acuerdos de Oslo y otros por el estilo han empeorado sensiblemente las cosas. Así pues, la farsa de las negociaciones tiene que acabar cuanto antes.
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Si no hay más negociaciones, ¿entonces qué? Polisar recomienda, acertadamente, abordar de frente el problema con "políticas orientadas a reducir decisivamente el apoyo popular de los palestinos a un Estado maximalista". Este cambio coincide con lo que yo llamo una estrategia israelí para la victoria; hay que quebrar la voluntad de lucha de los palestinos convenciéndoles de que los judíos tienen lazos históricos con la tierra, de que Israel tiene una ciudadanía determinada, una economía y un ejército fuertes y poderosos aliados; y también de que respeta a sus vecinos y de que seguirá estando ahí en un futuro lejano. Por lo tanto, de que el sueño de una gran Palestina es una absoluta fantasía.
En otras palabras: palestinos, el juego ha terminado. Acepten el Estado judío, negocien con él y benefíciense de su dinamismo.
Aquí, afortunadamente, el panorama no es del todo sombrío. El resultado de mis investigaciones, confirmado por las de Polisar, es que aproximadamente el 20% de los palestinos está dispuesto a vivir pacíficamente con el Estado judío. El reto es aumentar esa cifra hasta el 60% o más, para que ese grupo pueda al menos disputar el control del movimiento nacional palestino a los rechacionistas.
Este proceso no será fácil ni agradable, porque no hay manera de evitar la amarga prueba de la derrota. La Autoridad Palestina y Hamás reprimirán violentamente la voluntad de llegar a un acomodo con Israel y harán la transición lo más dolorosa posible. Sin embargo, no podrán revertir la desmoralización y el malestar de la población, o frenar el movimiento a favor de poner fin a las hostilidades. A medida que se extienda la realidad de la derrota, se oirán y reforzarán inexorablemente nuevas voces por el fin de la centenaria catástrofe del rechacionismo.
Cuando los palestinos superen esta dura prueba, se beneficiarán enormemente de haberse librado de la carga del antisionismo. Por fin podrán empezar a construir su propia política, economía, sociedad, cultura. Por fin podrán aprender de su extraordinario vecino. Todos ganarán cuando este pueblo orgulloso dedique su atención a crear las instituciones propias de la sociedad civil y a formar a los niños en vez de envenenarlos con odio.
El apoyo internacional, y especialmente el estadounidense, facilitará mucho la estrategia israelí para la victoria y la transición hacia un futuro mejor para los palestinos. Ojalá la Administración Trump ponga fin al fracasado ciclo de negociaciones y ayude a su "querido aliado" a ganar su guerra.