La expectativa de igualdad en el trato se remonta a la firma de los Acuerdos de Oslo en septiembre de 1993, cuando el primer ministro de Israel, Ytzjak Rabin, representó a su gobierno en aquel apretón de manos con Yasser Arafat, el despreciado presidente de la Organización para la Liberación de Palestina. Nadie lo encontró extraño o inadecuado en ese momento, pero las cosas se ven de manera diferente casi un cuarto de siglo después.
Ahora está claro que la vanidad de Rabin lo superó en ese evento de gran prestigio en el césped de la Casa Blanca. Como jefe electo de un gobierno democrático y soberano, nunca debió haber dado su consentimiento a posar junto a Yasser Arafat, el secuaz de una organización no oficial, dictatorial y asesina, gozando de igual estatus al que tenía él.
Rabin (izquierda) parecía reacio, pero eso no compensó el error de permitir que Arafat (derecha) aparezca como un "paralelo". |
Más bien, debería haberse mantenido al margen. Aparecer juntos como iguales creó una ilusión disfuncional de equivalencia que en las décadas siguientes se asumió, se arraigó y que no se cuestionó. De hecho, esta falsa equivalencia se volvió aún más inexacta con el tiempo, ya que Israel pasó de un éxito a otro y la Autoridad Palestina trajo un reinado de anarquía, dependencia y represión cada vez más profunda.
No es sólo que los israelíes se posicionen entre los líderes mundiales en ciencia, tecnología, humanidades y artes, en el poder militar y las capacidades de inteligencia, y no sólo que su economía sea 25 veces más grande que la palestina. Además, Israel es cada vez más una tierra donde la ley rige para todos (hace poco, hemos visto a un presidente deshonrado y a un primer ministro criminal sentados simultáneamente en prisión) y los derechos individuales no sólo se prometen, sino que se entregan. Mientras tanto, el jefe de la Autoridad Palestina, actualmente en el 12º año de su mandato de 4 años, no ha podido evitar que la anarquía progresiva se instale en Cisjordania ni que un grupo pícaro asuma el control en Gaza, la mitad de su dominio putativo.
Algunos defenderían la humillación autoinfligida de Rabin al argumentar que él trató de fortalecer a Arafat y la OLP con pompa y boato. Si este era el plan, se disparó espectacularmente en su contra. En lugar de utilizar el prestigio de la ceremonia de la firma de Oslo para construir una circunscripción que aceptase el Estado judío y, por lo tanto, poner fin al conflicto palestino, Arafat aprovechó su posición para desarrollar nuevos recursos para rechazar el sionismo y atacar a Israel. Las "embajadas" palestinas aparecieron en todo el mundo para deslegitimar a Israel, mientras que los palestinos mataron a más israelíes en los cinco años posteriores a la firma de Oslo que en los quince años anteriores. En otras palabras, Rabin imprudentemente puso fe en un enemigo histórico y bárbaro que cambia sólo tácticas pero no metas. Israel ha pagado un alto precio por este error.
En lugar del primer ministro, el israelí que debería haber aparecido de pie junto a Arafat en el césped de la Casa Blanca debería haber sido alguien como el segundo secretario de la embajada israelí en Noruega. Eso habría dado la señal necesaria que el protocolo equivalente de Arafat se registra en la jerarquía diplomática con un bajo nivel de inclinación. Sin duda, eso no hubiese significado ningún Premio Nobel de la Paz para Ytzjak Rabin. Sin embargo, en retrospectiva, ¿no habría sido mejor no celebrar tan exuberantemente un acuerdo defectuoso, condenado y destructivo?
Los líderes israelíes que consintieron en compartir un Premio Nobel de la Paz con Arafat cometieron un error aún mayor que el apretón de manos original. |
En buena medida, la ceremonia de firma debería haber tenido lugar en la modestia de Oslo, no en la grandeza de Washington, la capital imperial, la ciudad natal de la única hiperpotencia.
Si se hubiera establecido un precedente humilde en 1993, la falsa paridad de hoy entre Binyamin Netanyahu y Mahmoud Abbas no existiría; el verdadero desequilibrio de la relación palestino-israelí podría verse más claramente. En la medida que los diplomáticos de más bajo nivel, no los primeros ministros, negociasen con Arafat, Abbas y los otros villanos y los llamados líderes palestinos, recordarían constantemente al mundo que no existe un falso paralelo sino un vasto abismo moral y de poder que divide a los dos lados.
Bueno, eso no sucedió. Pero, ¿es demasiado tarde? ¿Puede Netanyahu o un futuro primer ministro israelí escapar de la indignidad de reunirse como iguales cuando se trata de un líder de una empresa de gángsters?
No, no es demasiado tarde. Netanyahu podría explicar elocuentemente que se encuentra con sus homólogos legítimos; les dejará a los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores para manejar a quien la Autoridad Palestina presente.
Imagine los beneficios de tal paso: Israel ganaría en estatus real mientras que la naturaleza fétida de la Autoridad Palestina sería expuesta. Los presidentes americanos perderían el interés en el "acuerdo final". Otros mediadores y bienhechores tendrían mucho trabaja para intentar revivir un cuarto de siglo de negociaciones viciadas.
Por lo tanto, sugiero que los primeros ministros israelíes dejen el "proceso de paz" con los hooligans palestinos al personal de bajo rango.