Como el primer ministro Benjamín Netanyahu, todos mis amigos están encantados con el plan de Donald Trump para la resolución del conflicto israelo-palestino. Estoy de acuerdo en que, a diferencia de los planes de otros presidentes, este tiene muchas cosas dignas de encomio; a diferencia de las propuestas de Carter, Reagan, Clinton y George W. Bush, se toma en serio las preocupaciones israelíes en materia de seguridad. Y, por encima de todo, exhibe un nivel de apoyo norteamericano a Israel inaudito y maravilloso, en términos emocionales.
Dicho esto, lo cierto es que yo no estoy encantado con el plan. Por dos razones fundamentales. En primer lugar, ¿quién lo necesita? Israel da lo mejor de sí cuando actúa de manera independiente y en función de sus propios intereses, no siguiendo la estela norteamericana. Desde 1948, todos los líderes israelíes han opuesto sabia resistencia a los planes impuestos desde el exterior, y formulado implícitamente esta pregunta: "¿Quién te ha encargado resolver nuestros problemas?". Pero esta vez los dos políticos más importantes del país han corrido a Washington a apoyar el plan de Trump. Pues bien, desde ya predigo que ellos o sus sucesores lamentarán haber dado semejante autoridad a los americanos.
En segundo lugar, me preocupa que, como cada fracasado plan previo, el de Trump se base en dar esperanzas a los palestinos. Porque eso suena bien pero es tremendamente contraproducente.
Para entender por qué, tomemos en consideración los Acuerdos de Oslo de 1993, el más importante de los planes habidos hasta la fecha. Se basaron en recompensar a los palestinos por su buena conducta. Les prometía autonomía y les ponía rumbo a la independencia. Aspiraba a un emotivo «Nuevo Oriente Medio» en el que la cooperación económica fungiera de base para la reconciliación de pueblos históricamente hostiles. Y pretendía alcanzar tal objetivo mediante iniciativas como el Programa de Vivienda y Construcción, un Plan de Desarrollo para la Pequeña y Mediana Empresa, un Plan de Recursos Humanos y un Plan de Desarrollo de Infraestructuras que se hiciera cargo de cuestiones relacionadas con el agua, la electricidad, el transporte y las comunicaciones. Veintisiete años más tarde, todo el mundo coincide en que Oslo ha sido un fracaso estrepitoso.
El plan de Trump también descansa una mezcla de soberanía y desarrollo económico, y es incluso más ambicioso. Se acabó la autonomía: lo que prevé es la independencia plena para el "Estado de Palestina", formulación mencionada unas estupefacientes 1.397 veces en las 180 páginas de que consta el documento. A buen seguro, todo el que esté preocupado por la seguridad de Israel se estremecerá ante semejante perspectiva inminente.
Como el título (Paz para la Prosperidad) y el subtítulo ("Una visión para mejorar la vida de los pueblos palestino e israelí") sugieren, el plan tiene llamativas ambiciones económicas. Tras señalar que los gazatíes "sufren de desempleo masivo y extendida pobreza, padecen tremendas carencias de electricidad y agua potable y otros problemas que amenazan con precipitar una crisis humanitaria a gran escala", promete conducirles a un "futuro próspero" con la ayuda de más de 50.000 millones de dólares en nuevas inversiones en un espacio de diez años.
Paz para la Prosperidad prevé que sus prescripciones consigan que "se duplique en diez años [el PIB palestino], se creen más de un millón de empleos, el paro quede por debajo del 10% y la tasa de pobreza disminuya un 50%". La palabra electricidad concurre 116 veces, y prosperidad, 303.
El plan incluso desciende a los pequeños detalles. Así, llama al establecimiento de un "Complejo Turístico del Mar Muerto", pide a Israel que deje a los palestinos que lo desarrollen en el norte [del propio Mar Muerto] y que una carretera permita a los palestinos "viajar desde el Estado de Palestina a esa zona turística, sujetos a las consideraciones israelíes de seguridad". Asimismo, prevé recaudar y gastar 25 millones de dólares en dos años para procurar un "robusto apoyo técnico al sector público palestino, para que desarrolle un nuevo régimen comercial".
Llegados a este punto, pregunto: ¿hay una sola persona que verdaderamente piense que esta quimera se va a implementar?
En lugar de tratar de seducirles –una vez más– para que acepten a sus vecinos israelíes bajo la pretensión de que tendrán una vida mejor, los palestinos necesitan escuchar la cruda realidad:
– Su centenario rechazo a los judíos, el judaísmo, el sionismo e Israel es lo único que impide llegar a una solución; así que debe ponérsele fin inmediata y completamente.
– No tendrán complejos turísticos, ni nuevos regímenes comerciales, ni vastas ayudas financieras ni –mucho menos– soberanía y prosperidad hasta que acepten inequívocamente, y por un largo período, el Estado judío de Israel.
Mis reservas ante el plan Trump tienen que ver con el fracasado enfoque de prometer beneficios a los palestinos. No: lo que necesitan es asumir la contundente verdad de que nada les irá bien si no renuncian a su estúpida intransigencia. En vez de esperanza, hay que ponerles ante todo lo contrario. Y como no lo hace, la de Trump acabará siendo tan irrelevante como todas y cada una de las iniciativas presidenciales previas.