Las noticias procedentes de Gran Bretaña indican que tres líderes islamistas de ese país – Omar Bakri Mohammed, Abú Uzair y Abú Izzadín – podrían afrontar cargos de traición.
Los dos primeros de ellos, tras los atentados del 7 de julio en Londres, afirmaban que no alertarían a la policía si sabían de planes para perpetrar otro atentado con explosivos en Gran Bretaña. El tercero elogiaba los atentados de Londres por hacer que los británicos "se despertasen de una vez".
¿Pero son realistas los cargos de traición? No extremadamente. Como aperitivo, Mohammed ha huido y algunos islamistas no son ciudadanos británicos. A continuación, como funcionario, Lord Carlile precisaba que probablemente "no exista un abogado vivo y en ejercicio que haya intervenido nunca en algún momento de un proceso de traición". En la práctica, Gran Bretaña no ha atestiguado la aplicación de la Ley de Traición - aprobada originalmente en 1351 - desde 1966, a excepción de dos casos de menor importancia.
Este vacío señala una realidad más profunda: el crimen de traición está hoy tan difunto como la ley de actividades morales los domingos, la ley seca o las leyes que prohíben el mestizaje. Predigo que, a falta de cambios radicales, ningún estado occidental procesará de nuevo a sus ciudadanos por traición.
Hasta hace poco, la traición era un concepto poderoso. La Constitución norteamericana la define como "declarar la guerra a [los Estados Unidos], o adherirse [a sus] enemigos en ella, dándoles ayuda y apoyo". Los traidores famosos de la historia incluyen a Benedict Arnold, Vidkun Quisling, o a Lord Haw-Haw.
La ley de traición siempre fue difícil de aplicar, pero hoy es imposible, como queda plasmado en el caso del talibán norteamericano John Walker Lindh. Capturado en el campo de batalla en Afganistán arma en mano contra sus paisanos, los cargos de traición se le ajustan claramente. Pero fue acusado de ofensas menores y declarado culpable de otras incluso menores aún, como "proporcionar servicios a los talibanes".
¿Por qué este fracaso? Porque la noción de lealtad ha cambiado fundamentalmente. Se asumía tradicionalmente que una persona era fiel a su comunidad natal. Un español o un sueco eran leales a sus monarquías, un francés a su república, un norteamericano a su constitución.
Esa premisa está hoy obsoleta, reemplazada por la lealtad a la comunidad política de uno – socialismo, liberalismo, conservadurismo o islamismo, por nombrar algunas opciones. Los vínculos geográficos y sociales tienen mucha menos importancia que antaño.
La Guerra de los Bóer de 1899-1902 marcó la primera piedra en esta evolución, cuando un segmento importante del público británico se opuso manifiestamente a los argumentos y acciones de la guerra de su gobierno. Por primera vez, una formación con el mote de "Pequeños Inglesitos" desafiliada abiertamente a las autoridades y pedía el final del esfuerzo bélico.
Otro indicador llegó durante la Primera Guerra Mundial, cuando la incompetencia de los líderes militares Aliados llevó a la masiva alienación del gobierno. Un tercero llegó durante la guerra francesa de Argelia, cuando intelectuales furiosos como Jean-Paul Sartre hacían en realidad llamamientos al asesinato de sus conciudadanos: "Disparar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, destruir a un opresor y al hombre al que oprime".
Esta alienación floreció completamente durante la guerra de Vietnam, cuando disidentes norteamericanos enarbolaban banderas del Vietcong y coreaban lemas pro-Hanoi ("Ho ho, Ho Chi Min, NLF is gonna win").
Israel ofrece un caso extremo de subversión interna. Los árabes, un sexto de la población, tienen poca lealtad al estado judío y en ocasiones llaman abiertamente a la violencia contra él o a oponerse a su simple existencia. Algunos académicos judíos también han hecho llamamientos a la violencia árabe. Este clima ha llevado incluso a varios casos de judíos asistiendo a terroristas árabes.
En la actualidad, la lealtad a la sociedad natal de uno ya no se da por sentada; debe ser ganada. A la inversa, odiar la propia sociedad de uno e incitar al enemigo es común. "Traidor", como "bastardo", ha perdido su estigma.
Esta nueva situación tiene profundas implicaciones. En la guerra, por ejemplo, cada bando tiene que competir por atraer la lealtad tanto de su propia población como de la del enemigo. En la Segunda Guerra Mundial, los Aliados lucharon contra Alemania y Japón; ahora, no se centran en países enteros, sino en los talibanes o en Saddam Hussein, esperando ganar la lealtad afgana o iraquí.
Esto puede conducir a complejidades novel: en el periodo previo a la guerra de Irak del 2003, las organizaciones pacifistas de Occidente tomaron parte en la práctica por Saddam Hussein, mientras que la coalición a su vez destacaba a sus partidarios iraquíes. En la guerra contra el terror, la batalla por ganar fidelidades se vislumbra larga y es inestable.
La traición como concepto está difunta en Occidente. Para tener éxito en la guerra, los gobiernos tienen que tener esto en cuenta.