Introducción de los editores: el número de otoño de 2005 de The National Interest incluía una provocativa colaboración de Robert W. Tucker, editor fundador de esta revista, con David C. Hendrickson. Titulada "La cruzada de la libertad", este ensayo cuestionaba si hacer de la promoción de la democracia en todo el mundo un principio organizativo central de la política exterior americana estaba en línea con mantener la tradición diplomática y los intereses nacionales de América. Los lectores de The National Interest están bien al tanto de que ha habido un vigoroso debate en estas páginas acerca de "la cuestión de la democracia". Invitamos a diversos tertulianos distinguidos [Leslie H. Gelb, Daniel Pipes, Robert W Merry y Joseph S. Nye, Jr.] a ofrecer sus propias opiniones acerca de los puntos de vista expresados en "La cruzada de la libertad" y más en general, acerca de la relación entre democracia e intereses norteamericanos.
Introducción de Daniel Pipes: las restantes respuestas pueden encontrarse en la página web de National Interest.
El debate acerca de promover la democracia difícilmente será nuevo para los americanos; de hecho, el locus classicus del ambicioso argumento es el estudio de 1991 de Joshua Muravchik, Exportar la democracia: el cumplimiento del destino de América, donde defiende la democratización como pilar central de la política exterior americana. "El presidente norteamericano", escribía, "no debería verse simplemente como un guardián del país, sino como el líder del movimiento democrático". Esta encarnación del idealismo implica el excepcionalismo americano y su atractivo especial.
En contraste, el enfoque realista argumenta, junto con David C. Hendrickson y Robert W. Tucker, que promover la democracia (o lo que sea) no es ni práctico ni deseable. Tiende a ver a Estados Unidos como un país más ordinario con objetivos más limitados. Los realistas americanos comparten las mismas premisas en política exterior que los realistas del resto del mundo. Los idealistas americanos, en contraste, señalan el papel único de América en el mundo, y por lo tanto ostenta el peso de justificar sus opiniones.
Una premisa de tres partes subyace a la cuestión de "exportar la democracia". En primer lugar, a esa democracia pertenecen de alguna manera los americanos, en el sentido de que virtualmente todo país que se democratiza se ha basado en la experiencia americana. En segundo lugar, esa democracia puede ser exportada en la práctica. Y finalmente, que teniendo elección, los no americanos quieren democracia.
El archivo histórico apoya estas tres contenciones, argumenta Muravchik y otros. La democracia lleva siendo un rasgo americano desde hace más de 200 años. Washington ha exportado en la práctica esta forma de gobierno, en ocasiones a punta de pistola. Y la expansión de la democracia desde el extremo del Atlántico Norte hasta Europa del este, Latinoamérica y gran parte del este de Asia demuestra su atractivo.
Personalmente, me encuentro en algún punto entre idealismo y realismo, animando en ocasiones a Estados Unidos en su carrera única de exportar instituciones políticas y sociales (piénsese en Japón) y en otras temeroso de que tales esfuerzos sobrepasen el alcance americano y terminen fatalmente (lo que espero en Irak). Animo la visión de extender la democracia de corte americano incluso mientras temo que las circunstancias no sean propicias (mientras que los japoneses habían sido derrotados en guerra, la guerra liberó a los iraquíes). Volviendo a las políticas de George W. Bush, el centro del artículo de Hendrickson y Tucker, debería comenzar con dos observaciones:
Oriente Medio definirá su presidencia, y con respecto a cada uno de los puntos importantes de la región (terrorismo, islam radical, Irak, el conflicto árabe israelí y quizá incluso Irán), ha mostrado ser un innovador radical dado a rechazar políticas bipartidistas de décadas de antigüedad, dejándolas a un lado con ímpetu, e incluso desprecio. Admiro el espíritu pero temo por los aspectos prácticos. La visión de un Oriente Medio libre y próspero es incontrovertible, pero la impaciencia americana característica quiere que todo se haga para ayer. La experiencia muestra que la democracia total exige décadas de preparación, ensayo y errores (véase las problemáticas trayectorias de Rusia o México).
En todas las maniobras recientes en Oriente Medio hacia la democracia - tales como las elecciones de Irak, Arabia Saudí, el Líbano, la Autoridad Palestina o Egipto - una eliminación de la tiranía de un plumazo amenaza con crear las condiciones para que los ideólogos islamistas tomen el poder e instauren por las bravas su ideología totalitaria. Los islamistas tienen lo necesario para ganar elecciones: el talento para desarrollar una ideología irresistible, la energía para fundar partidos, la devoción para ganar partidarios, el dinero que gastar en campañas electorales, la honestidad para apelar al votante y la voluntad de intimidar a los rivales. El Oriente Medio actual sufre de un caso agudo de tentación totalitaria, de modo que la democracia bien podría traer regímenes incluso peores que los tiranos no elegidos democráticamente de antaño. El entusiasmo por la Revolución del Cedro ya se ha templado rápidamente en Washington después de que Hezboláh saliera bien parado en las encuestas y se uniera al nuevo gobierno del Líbano. Un islamista pro-iraní se convirtió en primer ministro de Irak, llevando a la irónica situación observada por el ministro de exteriores saudí, Saud al-Faisal, de que, después de luchar con dureza para sacar a Irán de Irak, "entregamos el país entero a Irán sin motivo".
En cuanto a la "abrupta teoría de la democracia" - y la idea de que los apremios del gobierno absorberán la atención de los fundamentalistas y les inducirán a la moderación - nunca ha funcionado. Mussolini construyó los trenes a tiempo, los soviéticos y limpiaron la nieve eficientemente, y de igual manera los islamistas pueden hacerlo bien en la práctica, incluso mientras alimentan sus ambiciones.
Votar no debería iniciar el proceso democrático, como ha sido el caso en el Oriente Medio reciente, sino culminarlo. Para que la democracia eche raíces dejando atrás los malos hábitos de gobierno tiránico y reemplazándolos con las prácticas benignas de la sociedad civil. Esto incluye medidas tan difíciles como crear instituciones voluntarias (partidos políticos, grupos de presión y demás), primar el mandato de la ley, establecer la libertad de expresión, proteger los derechos de las minorías, garantizar la propiedad privada y desarrollar la noción de una oposición leal.
Para Irak, este enfoque templado implica reducir las expectativas, puesto que construir la democracia probablemente exigirá décadas, especialmente porque los iraquíes no aceptan la guía americana. Y así, como he argumentado desde comienzos del 2003, deberíamos haber aceptado un hombre fuerte de mentalidad democrática. La población iraquí se ha beneficiado incuestionablemente del derrocamiento de Saddam Hussein, pero rehacer Irak a imagen americana es el estándar erróneo por el que juzgar la iniciativa de la coalición allí. Desde el punto de vista norteamericano, el objetivo inmediato en Irak es un régimen que no ponga en riesgo a América. Protegerse a sí mismos, no crear un Irak mejor, es por lo que los contribuyentes gastaron y por lo que luchan los soldados.
El presidente fue abiertamente crítico al argumentar, como hizo en noviembre del 2003, que 60 años de "disculpar y acomodar la ausencia de democracia en Oriente Medio no hizo nada por hacernos estar seguros". El viejo enfoque sí tenía fallos, creando problemas que empeoraron con el tiempo, pero no debe ser descartado sumariamente. La estabilidad sí tiene algunas ventajas.
Una nueva política exterior que pida la democratización gradual de la región exige si va a tener éxito detalles de programa, apoyo financiero, y su constante puesta en práctica. En pocas palabras, los americanos necesitan aprender a ser idealistas modestos y pacientes.