TORONTO - ¿Qué tal sale parada la libertad de expresión en las universidades canadienses?
Tenía un aspecto bastante malo en septiembre del 2002, cuando una mini-intifada evitó que Benjamin Netanyahu, ex primer ministro de Israel, hablara en Concordia.
Después, hace unos días, Alí Hassán y su Asociación de Estudiantes de Oriente Medio sí logró cancelar brevemente una conferencia sobre "Barreras a la paz" en Oriente Medio en la Universidad de York en Toronto. Pero la Presidenta Lorna Marsden hizo lo correcto y resolvió que la opinión de una minoría – la mía – iba a y debía ser escuchada.
El resultado no fue la típica conferencia académica. Hablé en una parte de la principal cancha de baloncesto de la universidad, separada por una cortina. La zona llevaba clausurada desde 24 horas antes del acto. La admisión se vio fuertemente restringida. Sólo podían asistir estudiantes y tenían que recoger las entradas la víspera. Enseñar las identificaciones en la zona deportiva y después atravesar un entramado de detectores de metales y cacheos. Un centenar de funcionarios de policía, 10 de ellos montados a caballo, rondaban por todas partes, ojo avizor a los problemas. Partes sustanciales del campus fueron cerradas.
En cuanto a mí, varios guardaespaldas me llevaron por la puerta de atrás al gimnasio y me consignaron en una habitación sin ventanas hasta entrar en el gimnasio, Pero la faceta más memorable ciertamente de la conferencia fue la instrucción por parte de James Hogan, un detective de la Unidad de Crímenes de Odio del Cuerpo de Policía de Toronto, con el fin de garantizar que yo estaba al tanto del abanico de declaraciones públicas que el Código Penal de Canadá considera merecedoras de acción, incluyendo la apología del genocidio (hasta 5 años de cárcel) y promover el odio contra un colectivo específico (hasta dos años).
Aunque el acto arrancó muy por detrás de lo programado – todo ese registro requiere tiempo – y la acústica de la cancha de baloncesto oscilaba entre mala y atroz, la propia conferencia y el posterior ciclo de ruegos y preguntas transcurrió sin problemas.
Mi visita a York confirma, caso de que uno necesitase más pruebas, que la universidad norteamericana se ha convertido -- en palabras de Abigail Thernstrom -- "en una isla de represión en un mar de libertad". Este problema quedó inadvertida pero sucintamente capturado en un titular de prensa hace unos días: "Universidad de York permite charla de académico pro-Israel". ¡Adónde vamos a parar!
Ninguna otra institución – medios, iglesia, Parlamento – trataría una opinión disidente de manera parecida. ¿Y realmente es necesario señalar que se supone que la universidad es el lugar de la investigación y el debate?
La tentativa de censurar mi conferencia también confirma las fuentes específicas de hostilidad a la libertad de expresión. En teoría, ésta debería llegar de la extrema derecha, los cristianos radicales y los activistas pro-Israel; en la realidad, viene invariable y únicamente de la extrema izquierda, los islamistas y los activistas anti-israelíes.
Este trío heterogéneo contiene dos alas separadas, los problemáticos callejeros y los académicos. Los gamberros no hacen pretensión de aceptar la libertad de expresión, como demostraron en York en sus carteles pidiendo a los grupos que "me impidiesen" hablar en el campus – nada sutil aquí. Son simple y llanamente bárbaros que deben ser tratados a través del respeto riguroso a las normas y la estricta aplicación de la ley.
Los académicos trabajan de manera más insidiosa, manteniendo una apariencia de civismo al tiempo que restringen la libertad de expresión de maneras discretas tales como castigar a la disidencia con notas bajas, rechazándola para los puestos en el claustro o no invitando a los actos en el campus. En ocasiones, sin embargo, revelan su verdadera cara de intolerancia.
Mi visita a York sacó a la luz al menos dos de estos patrones. El Centro de Estudios Internacionales y de Seguridad de la universidad cometió el error de invitarme a reunirme con estudiantes antes de la conferencia; cuando su director, David Dewitt, supo más acerca mío y de mis actividades, retiró su invitación aduciendo que ésta provocaban "incertidumbre" entre sus colegas y él. (No sabía yo que los expertos en seguridad estuvieran hechos de caramelo antes). La Asociación del Claustro de la Universidad de York, una voz poderosa y con peso, difundió una declaración formal acusándome de estar "comprometido con una agenda racista y una metodología de humillación e intimidación".
El hecho de que los estudiantes tuvieran que atravesar detectores de metales para escucharme hablar el martes ilustra la descomposición de nuestras instituciones de educación superior, una descomposición que continuará a sus anchas mientras la sociedad en conjunto ignore lo que está teniendo lugar en los campus. La mejora exige que los accionistas de la universidad -- alumnos, padres, legisladores, miembros de los claustros y demás – observen la intolerancia y el extremismo en los campus y a continuación tomen los esfuerzos necesarios para combatirlos.