Hafez Assad, el hombre fuerte de Siria, fallecía el sábado [10 de junio] por la mañana. Las crónicas de prensa no especifican la causa de la muerte - pocas veces lo hacen en los casos de hombres que se han construido un culto - pero no es ningún misterio. El anciano de 69 años había sufrido un surtido de complicaciones tras su infarto de noviembre de 1983: un accidente cerebrovascular, insuficiencia renal, linfoma y "demencia intermitente".
Mucho del presidente sirio es también desconocido. Su fecha oficial de nacimiento es el 6 de octubre de 1930, pero la investigación sugiere que nació varios años antes. El nombre oficial de su familia es Assad ("el león" en árabe), pero se había cambiado por el de Wahsh ("bestia salvaje" o "monstruo"). Aunque sus padres eran privilegiados según el estándar local, Assad difundía una historia de pobreza desde el principio. Shimon Peres, parafraseando a Winston Churchill, llamó acertadamente a Assad en una ocasión "un enigma dentro de otro".
Lo más misterioso de todo, sin embargo, era la religión de Assad. Como dictador de Siria, país de mayoría musulmana, encontró conveniente presentarse como musulmán, aunque en realidad practicaba la fe alawi minoritaria y secreta. El alawismo se remonta al siglo IX, cuando su fundador, musulmán de nacimiento, se declaró la "puerta" a la verdad divina y abandonó el Islam. Desde entonces, la relación del alawismo con el Islam ha recordado a grandes rasgos a la del cristianismo con el judaísmo; en definitiva, una religión totalmente distinta.
El problema es que, dado que el Islam pone gran énfasis en ser la revelación definitiva de Dios, los musulmanes no pueden tolerar la idea de una religión que emerja del Islam. Eso explica el motivo de que, cuando los alawíes tomaron el poder en Siria en 1966, se presentaran como musulmanes estándar. Por ejemplo, obligaron a los líderes del estamento islámico sirio a declarar a los alawíes como variante musulmana. Esta y otras medidas, sin embargo, no fueron suficientes. Los sirios siguieron considerando a los alawíes como no musulmanes, hasta como "una secta apóstata e impía". Esta actitud hostil persiguió a Assad durante sus 30 años de gobierno y, sin duda, acosará a sus sucesores también.
Primero de su familia en asistir a la escuela, Assad ingresó en la academia militar al graduarse en 1951 y destacó como piloto de combate. Había sido activo en política desde 1945 nada menos y siendo aún estudiante fue encarcelado por las autoridades coloniales francesas por activismo político. Se unió al Partido Baaz, una organización extremista, poco después de su creación en 1947, y hacia 1959 había abierto un proceso de una década de consolidación de su posición dentro de las fuerzas armadas sirias. Jugó un papel importante en el golpe del Partido Baaz de marzo de 1963 y vio recompensados sus esfuerzos con un meteórico ascenso en la jerarquía militar, pasando de capitán a principios de 1963 a mariscal de campo en 1968.
El golpe de 1963 proporcionó a Assad su primera dosis de administración y autoridad, y desde el principio demostró ser competente en ambas cosas. Su oportuno apoyo al golpe de febrero de 1966 fue decisivo en los acontecimientos que llevaron al poder a los alawíes; su recompensa fue ser nombrado ministro de defensa. En 1968 era la figura más poderosa del país, pero esperó su momento antes de tomar el control completo. El momento adecuado llegó en noviembre de 1970, cuando al mismo tiempo derrocó a su último rival y culminó el ascenso alawi al poder en Siria.
Los 30 años de Assad en el poder estuvieron marcados por el contraste entre sus éxitos iniciales (estabilización de la política de Siria, la reactivación de su economía, desenvolverse con credibilidad en la guerra contra Israel, tomar el control del Líbano) y sus fracasos posteriores (el declive económico, incapacidad para elegir un sucesor, el fracaso a la hora de poner fin al conflicto con Israel, la humillación por parte de Turquía). En términos más generales, lo que parecían ser políticas inteligentes en los primeros años, como el alineamiento con la Unión Soviética y la adopción de su forma de economía dirigida, una generación más tarde parecen un error garrafal.
Lo peor de todo, Assad nunca logró superar el rechazo musulmán hacia su identidad alawi. Las tensiones crecieron durante años hasta estallar finalmente en 1982 en forma de revuelta fundamentalista musulmana en Hama, la tercera ciudad de Siria. Assad respondió con una crueldad tal, masacrando a unos 20.000 sirios, que el problema nunca reapareció. Tampoco fue resuelto. A medida que los alawíes intentan seguir gobernando Siria después de la muerte de Assad, es casi seguro que se enfrentarán a nuevas expresiones de hostilidad musulmana. Lo más probable es que esto suponga el mayor reto político para los sucesores de Assad.
Pero difícilmente será el único. Assad deja tras de sí un país en un estado igual de terrible que el que se encontró en 1970. Sí, Siria se benefició de la estabilidad que trajo él, pero era una estabilidad desolada y represiva que ocultaba, y no resolvía, las acusadas tensiones en el seno de la sociedad siria. Al igual que en la ex Yugoslavia, podrían explotar tiempo después de la muerte del dictador. Sí, Siria se ha beneficiado del petróleo extraído bajo Assad, pero ahora la economía sufre una excesiva dependencia de esa materia prima única. Sí, anexionar oficiosamente el Líbano fue un gran logro, pero el profundo resentimiento de la población de ese país será una fuerza que los sirios tendrán que tener presente en poco tiempo.
El gobierno de Assad, como el de cualquier déspota totalitario, debe para terminar ser considerado no sólo un fracaso, sino un trágico fracaso que hizo que millones sufrieran innecesariamente.