El rechazo por parte de Barack Obama a las políticas de George W. Bush en Oriente Próximo alimentó en gran parte su ascenso meteórico a la cima de la política norteamericana. Rechazó la guerra de Irak, criticó la de Afganistán, prometió cerrar Guantánamo, sentar un respeto nuevo al islam y resolver enseguida el conflicto árabe-israelí.
Dos años después, lo curioso es lo mucho que las políticas de Obama han acabado por parecerse a las de Bush – en Irak, en Afganistán, en la "guerra contra el terror", en el conflicto árabe-israelí, en las respuestas al descontento en Túnez y Egipto – y ahora en Libia, como ejemplifica la intervención de 3.400 palabras que pronunció la otra noche. Determinadas florituras (como la burla al precio de la iniciativa de Irak), claro está, recordaron a la audiencia quién intervenía, pero la temática general de unos Estados Unidos nobles que trabajan con aliados para ayudar a una población arabeparlante en peligro a alcanzar la libertad, "expresarse y elegir a sus líderes" podría haber sido articulada con su antecesor.
El abandono fulminante de sus propias ideas por parte de Obama y la adopción por su parte de las políticas de Bush sugiere que, por enormes que sean sus diferencias políticas, los estadounidenses han alcanzado un consenso funcional en relación a la política en Oriente Próximo.