Si bien lo que salta a la vista revela progresos y avances deslumbrantes, el escrutinio más detenido muestra que Arabia Saudí, Kuwáit, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Libia corren grave peligro - peligro todavía más nocivo al ocultarse bajo una montaña de riquezas.
A falta de un término más preciso, llamaremos "emiratos" a estos países desérticos que disponen de tanto petróleo y tienen tan escasa población. Hasta hace una generación más o menos, los emiratos se daban en un mundo reducido limitado por el desierto y por el islam. Eran lagunas - lugares pobres y sencillos sin nada que ofrecer a los países desarrollados y poco influenciados por el Occidente moderno. Su estilo de vida apenas había cambiado a lo largo de un milenio. La riqueza del crudo los arrojó de pronto al ruedo de la economía mundial, atándolos por completo a ella, inundándolos de cultura occidental y otorgándoles una influencia política y un poder económico sorprendentes. Los efectos de esta transformación han sido abrumadores; aunque los emiratos se aferran a las tradiciones, todo en ellos ha cambiado. El nuevo patrimonio ha abaratado las viejas instituciones sociales y provocado una peligrosa dependencia del dinero, la mano de obra y los conocimientos extranjeros.
Estos efectos secundarios no carecen de precedentes; otras riquezas inesperadas del pasado han pasado factura a sus beneficiarios. El oro y la plata del Nuevo Mundo hicieron rica a España durante el siglo XVI pero alteraron su economía y a largo plazo debilitaron su posición. Perú registró un crecimiento desproporcionado a consecuencia del guano (utilizado como fertilizante) a mediados del siglo XIX, y más tarde Brasil registró el auge del caucho; éstos enriquecerían a unos cuantos pero no dejaron ninguna herencia útil - solamente unos cuantos inmuebles vulgares, que incluyen el edificio de una ópera en medio de la jungla amazónica. Los focos de la fiebre del oro en California y Alaska se convirtieron en pueblos fantasma cuando la actividad minera se detuvo. El problema de los ciclos desproporcionados de crecimiento es que de forma típica no acarrean ni un crecimiento económico sostenido en el tiempo ni avances culturales; las riquezas que se crean se gastan según entran, alterando los patrones normales de comportamiento, fomentando las expectativas irreales y despertando envidias. Y los ciclos siempre acaban.
De hecho, teniendo en cuenta la caída del mercado del crudo desde 1981, podríamos hablar de ingresos permanentemente estacionarios o en descenso. Las fuerzas del mercado han funcionado de forma muy eficiente a favor de los países que consumen el petróleo de Oriente Próximo: el ahorro (en los vehículos, las calefacciones, las plantas industriales) y la sustitución de las fuentes (petróleo nacional, gas natural, carbón, fisión nuclear) han recortado de forma acusada la exportación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). La producción, que alcanzó máximos en 1977 con 31,8 millones de barriles al día, se redujo hasta rondar los 16 millones de barriles diarios en 1982. Si los países de la OPEP elevan los precios para compensar la contracción del volumen de extracción, pierden aún más mercado (a través del ahorro y la sustitución), aunque a corto plazo pueden ingresar más. Si la OPEP reduce los precios para elevar el margen de extracción, sus socios pueden dar por descontado que los países importadores fijarán cuotas o aranceles para conservar contraído el consumo, y los ingresos seguirían cayendo. Una expansión importante de las economías industriales podría invertir esta tendencia, pero sólo temporalmente, porque nadie quiere depender de la OPEP nunca más.
Además de la insalvable ley de la oferta y la demanda, los miembros de la OPEP se enfrentan a otros obstáculos a la hora de elevar los beneficios: la creación de un contra-cártel de consumidores, la guerra en el Golfo Pérsico y los avances en la economía del consumo y las energías alternativas. Cualquiera de estas iniciativas daría un vuelco al mercado mundial del crudo y reduciría de forma drástica los ingresos de la OPEP.
Los beneficios de la exportación del crudo han hecho dependientes de un ciclo prolongado del petróleo a muchos países. Países de poblaciones importantes - Indonesia, Nigeria o México, por ejemplo - recurren al crudo para obtener fondos de desarrollo y ya se enfrentan a las desagradables consecuencias de haber dependido demasiado de esta fuente de dinero fácil sin haberlas visto venir. Es también el caso de Gran Bretaña, que precisa de los ingresos del Mar del Norte para aplacar los peores efectos de sus previsiones económicas desmesuradas a largo plazo. Varios productores de segundo orden - Camerún, Costa de Marfil, Perú - se han endeudado contra los futuros ingresos del petróleo; si no se materializan, los gobiernos podrían no poder pagar sus letras.
No hay otros países, sin embargo, que dependan tanto del mercado del crudo como los emiratos. El crudo los sacó de la miseria y puede devolverlos a ella a menos que se desarrollen otras fuentes de ingresos antes de que pase el tren. Los líderes políticos de los emiratos entienden totalmente esta vulnerabilidad y realizan denodados esfuerzos por diversificar sus ingresos mediante la inversión dentro y fuera del país. Si estas inversiones reemplazan de forma sustancial los ingresos de la venta del crudo, los emiratos podrán afrontar el futuro con cierto equilibrio; de lo contrario, están abocados al empobrecimiento. Por desgracia, las fuentes de ingresos alternativas no parecen prometedoras.
Los emiratos reservan muchos menos fondos de los que necesitarían para vivir de la inversión. Los activos netos de todos los socios de la OPEP de Oriente Próximo en el extranjero rondaban en 1982 los 380.000 millones de dólares, pero esta cifra es engañosamente elevada porque mete en el mismo saco las reservas nacionales y los fondos privados. El dinero privado no se facilita para fines públicos, y hay que sacarlo del cómputo de futuros ingresos públicos. Casi la mitad de estos 380.000 millones de dólares se encuentran en manos privadas; las carteras de los gobiernos saudí, kuwaití y emiratí, que superan con diferencia a las de los demás socios de la OPEP, alcanzan en total respectivamente los 120.000, 70.000 y 30.000 millones de dólares. Tan importantes como son estas cantidades, hay que recordar que los emiratos producen poco más que petróleo y que no pueden encarecer sus activos una vez la venta de crudo desciende. En su mayoría, sus reservas vienen a situarse por debajo de los presupuestos del ejercicio anual; solamente Kuwáit dispone de dos o tres ejercicios. Los beneficios de estos activos son demasiado escasos para compensar la contracción de las ventas de crudo; en el caso saudí, el dividendo anual de los 120.000 millones de dólares ronda en total los 13.000 millones - más o menos el gasto público de dos meses a ritmo de 1982. El gasto público supera con creces los ingresos hasta tal punto que ningún emir puede vivir de su inversión extranjera en exclusiva, ahora o en el futuro próximo.
Jeques, emires o coroneles no escatiman gastos a la hora de desarrollar los recursos de sus países con la esperanza de reducir la dependencia de la venta del crudo. De los 88.000 millones de dólares de los presupuestos saudíes del ejercicio de 1981 hasta 1982, 7.000 millones se destinaron a educación, 10.000 millones a transporte público y telecomunicaciones, 7.000 millones a desarrollo y recursos económicos, 4.000 millones a labores públicas y casi 8.000 millones a los municipios. Más de la tercera parte del gasto público se destinó al desarrollo de los sectores no petroleros del país. Pero ese gasto es completamente inútil. Los miles de millones del petróleo han creado un país de nunca jamás en el que todo está subvencionado con dinero que no se ha ganado, haciendo insensata la planificación ambiciosa.
En estas circunstancias, los recursos humanos son difíciles de cultivar. Los estudiantes del Golfo Pérsico optan de forma abrumadora por las letras antes que por las carreras técnicas, y esperan ocupar puestos de trabajo de elevada remuneración con independencia de sus conocimientos o su dedicación. En el seno de los emiratos, los requisitos académicos tienden a ser modestos porque el aura de disposición refinada disuade de la verdadera competencia y del progreso. Los estudiantes no son inducidos a adquirir los conocimientos más necesarios para independizar a los emiratos de los ingresos de su petróleo. En el extranjero, los estudiantes de los emiratos se han ganado fama de vivir a lo grande sin esfuerzo.
La generosa subvención pública protege al sector de los peligros de la competencia y contribuye a la ineficacia laboral y la mala gestión administrativa. Grandes proyectos industriales simbolizan la preocupación de los emiratos por el futuro: plantas industriales caras y modernas despuntan hoy en el horizonte de lugares tan inverosímiles como Misurata, Abú Jammash o Ra's Lanuf en Libia, Jebel Ali en Dubai o Umm Sa'id en Qatar. Por encima de todo destacan los parques industriales de Yanbú y Jubail en Arabia Saudí, que costarán respectivamente 30.000 y 50.000 millones de dólares. Estas plantadas producirán un amplio abanico de materias primas industriales (petroquímicos, amoníaco, acero, cemento) y muchos productos acabados, para la exportación principalmente. Pero los gastos de construcción y gestión superan en los emiratos a los gastos comparables en países desarrollados por un orden de tres. (En un caso, contratistas británicos proyectaban un hospital en Irán que alcanzaba de media 320 dólares por cama, casi doce veces el precio de instalaciones comparables en Gran Bretaña).
Los emiratos esperan que el gas natural y el petróleo baratos - que se utilizan en la misma medida como energía y como inventario (materia prima de productos como el plástico y el nailon) - hagan posible sin embargo fabricar productos a precios competitivos. Por ejemplo, la enorme planta petroquímica de Yanbú, que costó 2.400 millones de dólares, recibirá gas natural a la octava parte del precio de mercado. Pero la abundancia de opacidades permite ineficacias que compensan de sobra las ventajas de las materias primas baratas. Se descuidan los estudios de mercado y la contabilidad; a causa de la ausencia de coordinación regional, las plantas se duplican. El desierto solamente pone el petróleo; los extranjeros tienen que diseñar las plantas, contratar a la plantilla, administrar y mantener las instalaciones, y la mayoría de los consumidores viven a miles de kilómetros de distancia. La distribución de licencias en función del sobrecoste (el contratista gasta lo que haga falta y se reserva un porcentaje) invita al gasto sin control. Las iniciativas para compensar la falta de mano de obra con sistemas de complejos autómatas se traducen en que el emirato recibe a menudo maquinaria de última generación especialmente proclive a averiarse y precisa de caros técnicos extranjeros. El coste de mantenimiento en el seco y polvoriento desierto supera con creces al de los climas más templados. El mantenimiento casi se desconoce; las piezas averiadas son descartadas y reemplazadas con repuestos, una forma ruinosa de llevar una planta industrial.
El petróleo abaratado o incluso gratuito no compensa todos estos gastos, como parecen haber concluido las multinacionales a juzgar por su rechazo a invertir en las plantas. Arabia Saudí sólo logró convencer a Shell y a Mobil de gestionar Yanbú ofreciendo 500 barriles de petróleo diarios por cada millón de dólares invertidos. Un periódico de propiedad árabe publicado en Londres destaca que "ciertos responsables de petroleras occidentales no consideran la inversión petroquímica conjunta en el Golfo sino como la entrada a abonar por proteger el abastecimiento del crudo". Lejos de producir riqueza para reemplazar los ingresos del petróleo en caída libre, estos lastres financieros contribuyen a la ecuación: es más probable que agoten las arcas hasta que sean abandonados.
Las subvenciones alteran la economía agrícola y ganadera de forma todavía más drástica. Las instalaciones de abastecimiento e irrigación las pone el Estado sin respeto a la viabilidad. El gobierno saudí paga hasta los gastos de transporte aéreo para importar vacas del extranjero. Aparte de esta ayuda, la comida del desierto cuesta todavía unas tres veces más que la importación; sin subvenciones generosas, estas sofisticadas iniciativas vuelven a la arena.
Muchas grandes fortunas se apoyan en la especulación inmobiliaria; el valor del suelo ha llegado a incrementarse hasta 500 veces entre 1974 y 1982. Andrew Duncan, en su libro La fiebre del dinero, cita a un directivo de la British Petroleum, que lo explica de esta manera: "El gobierno está dispuesto a pagar para que los jóvenes sean emprendedores. En Kuwáit se hizo regalando trozos del desierto y recomprándolos a precios exorbitantes". El príncipe habría logrado al parecer un margen de beneficios de 2.000 millones de dólares al comprar y vender terreno en el desierto en Jubail, el enclave de un parque industrial; la rentabilidad del suelo adquirido y vendido para la construcción del aeropuerto de Riad rondaría según los rumores los 8.000 millones de dólares. (Las cifras reales, aun siendo una parte de éstas, siguen significando rentabilidades extraordinarias). Pero al no ser el propio suelo bueno para nada que no sea la reventa, su precio se marchita en cuanto los ingresos del petróleo descienden.
Talento para gastar dinero
¿Qué significa para los emiratos que los ingresos desciendan o se estanquen? ¿Cómo hacen ajustes?
Un vistazo a los antiguos hábitos de gasto puede dar idea de futuras intervenciones. Se daba por descontado de forma generalizada en el momento de cada subida de los precios que el emirato sería incapaz de gastar más de una fracción del dinero que estaba a punto de recibir. Por ejemplo, en septiembre de 1973, justo antes de la guerra de Yom Kippur, George W. Ball, antiguo subsecretario de estado, manifestaba inquietud por la capacidad de los países exportadores árabes de gastar los beneficios ingresados a 6 dólares el barril, llamando a éstos "muy por encima de su capacidad de absorción". Pero hoy, el crudo se vende a casi seis veces este precio, y el gasto del emirato se ha incrementado proporcionalmente. De hecho, los países exportadores han manifestado un talento desconocido para gastar dinero. Cada vez que los ingresos crecen, el gasto público enseguida se equipara. Y este patrón se ha dado no sólo en los emiratos pequeños sino hasta en Arabia Saudí, el país que con más frecuencia se cree tiene "demasiado" dinero o "más dinero del que puede absorber". Excepto después de las grandes subidas de 1973 y 1974, las subidas del gasto público por parte del gobierno saudí han quedado ligeramente por detrás de los incrementos de la recaudación del crudo.
En teoría, los estados exportadores podrían haber gastado menos, pero las presiones a la hora de dar uso al dinero incrementando el bienestar social han sido irresistibles, como demuestra el destino del jeque de Abú Djabi, Shajbut ibn Sultán. Esperando evitar que los ingresos del petróleo llegaran a sus súbditos y alteraran su estilo de vida, Shajbut ocultó el dinero recibido de las petroleras bajo su cama; cuando los ratones se comieron parte, metió el resto en el banco. Pero sigue negándose a gastarlo, diciendo: "Soy beduino. Todos los míos son beduinos. Estamos acostumbrados a vivir con un camello o una cabra en medio del desierto. Si gastamos el dinero, ello va a arruinar a los míos y no les va a gustar". Hacia 1966, la oposición de Shajbut a gastar dinero provocó su caída; es comprensible que ningún otro gobernante de país exportador haya aspirado a emularle.
¿El gasto público debe crecer inexorablemente con los beneficios? ¿Están condenados los emiratos a hacer permanente cada subida del gasto, o tienen espacio de maniobra? Si el gasto público es flexible, el descenso en los ingresos puede soportarse; si no lo es, puede minar la estabilidad social y política, y conducir probablemente al colapso del actual régimen y a la alteración de la oferta petrolera.
Ahora mismo, el despilfarro de los emiratos - tan improbable como suena - ha generado ocasionalmente déficits presupuestarios. Por ejemplo, cuando los ingresos saudíes se mantuvieron constantes entre 1977 y 1979, el gasto público superó el dinero de la venta del crudo. Sabiendo que los ingresos crecerían posteriormente mucho más, uno se inclina por restar importancia a estos déficits como aberraciones interesantes, pero en 1977 y 1978 nadie sabía que el Shah iba a caer y que los ingresos pronto crecerían tanto. A pesar de todos los esfuerzos por paliar los descubiertos (incluyendo una orden draconiana despachada a las instancias públicas de no gastar más del 70 por ciento de sus partidas monetarias originales), el gobierno saudí no pudo recortar lo suficiente, y entró en números rojos. Parece probable que el mismo problema surja en cualquier momento que los ingresos dejen de crecer.
La mayoría de los observadores son optimistas, no obstante, aduciendo que el gasto público en los emiratos puede estancarse o descender sin causar daños irreparables. Destacando el derroche que caracteriza el gasto de los países de la OPEP, afirman que muchos gastos - ayuda exterior, compras militares, industrialización, agricultura, promociones inmobiliarias, subvenciones, corrupción - pueden eliminarse sin generar dificultades exageradas. Estos optimistas señalan en ocasiones los recortes del gasto de 1981 en los Estados Unidos y plantean la razón de que los emiratos no puedan realizarlos también cuando llegue su turno.
Las estimaciones de las economías de los emiratos no pueden apoyarse en el comportamiento de la economía norteamericana, porque las fuentes de riqueza son fundamentalmente distintas: América produce su propia riqueza, mientras que los emiratos consumen la riqueza ajena. Los objetivos del Presidente Reagan son modestos en comparación con las reducciones proyectadas por parte de los emiratos. Para empezar, hay menos receptores de las ayudas públicas norteamericanas y reciben menos ayuda. El número de afiliados supera con creces al de receptores de las prestaciones en los Estados Unidos, de manera que los recortes del gasto público obtienen aprobación generalizada. En los emiratos, donde nadie paga más que el impuesto nominal, todo hijo de vecino pierde si el Estado recorta. En Estados Unidos, los Republicanos afirman que las desgravaciones fiscales generan un pastel mayor a repartir, beneficiando con el tiempo todos, hasta los excluidos de recibir ayudas públicas; los países árabes, sin embargo, han de repartir un pastel más pequeño. Asimismo, el debate estadounidense se refiere a una rebaja del crecimiento, no a una reducción absoluta como en Oriente Próximo. Por tanto, si bien los recortes del gasto federal revisten múltiples atractivos políticos en Estados Unidos, en los emiratos no tienen ninguno.
Los emiratos han llevado a cabo ciertos esfuerzos por reducir gastos públicos mediante recortes. Las autoridades saudíes han llegado al extremo de debatir la desconocida idea de obligar al cliente a pagar por servicios como el agua, el abastecimiento eléctrico, la recogida de basuras o el teléfono; el ministro de economía de Kuwáit ha insinuado la necesidad de "afinar las prioridades nacionales" y el aplazamiento de proyectos públicos de construcción; en abril de 1982, el ministro de economía de los Emiratos Árabes Unidos anunciaba una reducción del programa de ayuda exterior de su país del 57,8 por ciento. Pero estos gestos no perturban las expectativas de riqueza y bienestar de la población mucho.
Intereses adquiridos
Los que suponen que los emiratos podrán reducir el gasto público sin nocivas consecuencias pasan por alto las complejidades de la distribución y el peso de los intereses adquiridos. Abandonar programas desarrollados durante la última década precipita el descontento general. Esto se produce hasta en el caso de compromisos que parecen superfluos. Los gobernantes tienen sus propias prioridades, la élite económica tiene otras, y la ciudadanía y la mano de obra extranjera otras distintas. Sus intereses chocan, y cada colectivo se opone a los intentos de recortar los programas predilectos.
Los gobernantes se compran un lugar destacado en la política mundial a base de prestar dinero, prestar ayuda, patrocinar movimientos políticos y desarrollar fuerzas militares. Los líderes saudíes y libios han manifestado una especial destreza a la hora de dar a conocer sus opiniones en todo el mundo; las visitas a Riad en 1976 incluyeron 23 jefes de estado, 19 primeros ministros, 30 ministros de exteriores y 78 ministros de otras carteras. La población no saca gran cosa de esta influencia, sin embargo, y presiona para obtener dinero para pagar techo y lentejas. ¿Pero se las recortará el monarca saudí, que se desplaza por el país con un séquito de hasta 1.800 personas?
Poseer tanques y aparatos sofisticados acarrea recompensas psicológicas que desafían los cálculos racionales; además de esto, las fuerzas armadas protegen el orden público. También la industrialización acarrea un valor de imagen; las plantas de aluminio y petróleo permiten a los líderes reivindicar ser miembros del club de economías industrializadas. La fe en que las fábricas del desierto pueden dar beneficios si son gestionadas adecuadamente probablemente persista, haciendo que los emiratos gasten en ellas todavía más dinero. En cuanto a los proyectos agrícolas, dan menos prestigio que la actividad industrial pero proporcionan cierta seguridad frente a los boicots alimentarios, de manera que de igual forma no serán abandonados inmediatamente.
A nivel interno, el gobernante utiliza el dinero como medio de conservar el poder político; en el agitado mundo de los emiratos, los gobernantes gravan poco pero reparten dinero entre todos. Por tanto, el control de los gobernantes radica sobre todo en su capacidad de ir pagando. El dinero fácil reduce tensiones y fragmenta a la oposición. Lo saudíes elevaron los fondos destinados a las zonas rurales un 20 por ciento tras el sitio de La Meca, esperando acallar el descontento. El Coronel Muamar al-Gadafi protege su poder a través de generosas remuneraciones al ejército. El shah también intentó esto, pero cuando los ingresos del crudo se estancaron durante demasiado tiempo, emergieron de pronto problemas anteriormente archivados. A medida que el gasto en los emiratos disminuye, tribus, minorías, izquierdistas, soldados, activistas religiosos, habitantes occidentalizados, separatistas regionales, agricultores desplazados y mano de obra inmigrante desafían a los gobiernos.
Empresarios y profesionales liberales también viven en un mundo irreal. La mayoría de los emiratos obligan a que exista una representación local de las empresas extranjeras, y a cambio de estampar su nombre, el representante local se lleva un enorme porcentaje de los beneficios. Los honorarios de los agentes han abierto oportunidades extraordinarias a los que tienen contactos; Mohammed ibn Fhad, hijo del gobernante oficioso de Arabia Saudí, se ha relacionado con muchos contactos multinacionales (Bechtel, Mobil Oil, Philips, la electrónica holandesa y ENI, la eléctrica pública italiana) y tiene fama de haber amasado una fortuna personal de más de mil millones de dólares a base de representar a estas empresas dentro de su país.
La corrupción de esta naturaleza florece en todos los emiratos; su eliminación aparenta ser la forma fácil de recuperar dinero para uso productivo. Pero la corrupción a una escala grande cumple una función importante: canaliza dinero del Estado a la élite. Según un importante directivo de British Petroleum entrevistado por Andrew Duncan: "Las autoridades han adoptado la opinión de que las comisiones son una forma de gastar los ingresos del crudo... Ha de haber algún mecanismo, aparte de las prestaciones, para repartir el dinero". Cuando el estado tolera las desproporcionadas comisiones de los agentes o compra suelo a precios exorbitantes, transfiere riqueza: ¿importa que se haga de forma clandestina y no a través de los canales oficiales? Si se elimina la explotación de una posición privilegiada, el Estado se enfrentaría a una élite descontenta.
El gasto público mantiene la actividad comercial local; según un cálculo, el 60 por ciento del sector privado en Arabia Saudí está financiado directamente por el Estado. Además, el Estado rescata a menudo a las empresas en quiebra. Las promociones inmobiliarias públicas mantienen activos muchos sectores - cementeras, contratistas, empresas de importación, mayoristas, abogados y agentes, entre otros. La ciudadanía involucrada en el negocio se lucra a través de un amplio abanico de privilegios financiados por el Estado: suelo barato, préstamos sin intereses, exenciones aduaneras, moratorias fiscales y exenciones del impuesto sobre la renta de las personas físicas. En un clima post-crecimiento, los empresarios acostumbrados a estos mimos no es probable que sobrevivan en las mismas condiciones que su competencia sin subvención. Es seguro que se opondrán a cualquier intento de recortar los programas públicos.
A excepción de Kuwáit y los Emiratos Árabes Unidos, el nivel de vida en todos los emiratos sigue siendo sorprendentemente bajo. La mayoría de la población de Arabia Saudí no es rica en función del baremo occidental. Viven con sus animales y parientes políticos en bloques de apartamentos grises prefabricados dispuestos en calles sin arbolado. La mitad de la población saudí apenas come carne y habita viviendas insalubres; más de las tres cuartas partes son analfabetos; las enfermedades prosperan, la mortalidad infantil es elevada y la esperanza de vida es baja. Los ingresos del petróleo saudí oscilan entre los 15.000 y los 20.000 dólares per cápita, pero la renta personal es de solamente una parte de esto; la mayor parte de los ingresos van a mano de obra extranjera, comida extranjera de inversiones en el extranjero. Los precios superan con creces los de Occidente, contrayendo todavía más la riqueza real; un informe de las Naciones Unidas concluía hace poco que el gasto de vivir en las ciudades saudíes estaría entre los más elevados del mundo.
Para aplacar el elevado coste de vida, el gobierno proporciona un amplio abanico de subvenciones no sólo a los miembros de la élite, sino también al ciudadano de a pie. El Estado paga bonificaciones y recauda un alquiler mínimo en sus propiedades. Vende productos, comida sobre todo, por debajo del precio de mercado, y sólo cobra una fracción del precio de mercado por la luz. Los billetes de autobús y avión están subvencionados. El Estado se encarga de los gastos médicos y las matrículas de los estudiantes, y apoya casi toda empresa comercial o agrícola con suelo abaratado y préstamos sin interés. El gobierno saudí llega a ayudar a casarse a las parejas jóvenes, abonando 7.000 dólares en concepto de dote. (Para solicitar esto, el caballero tendrá que demostrar tener la ciudadanía saudí, medios para pagar sus gastos y pocas ausencias de asistencia a la mezquita). En sólo unos años, la ciudadanía ha terminado dependiendo de la subvención para facilitar prácticamente cualquier tarea. También ellos se vuelven contra el gobierno si el apoyo se esfuma.
(Esto es lo que sucedió en Irán. Aunque Irán no es uno de los emiratos - su población y sus recursos culturales superan con creces a los suyos, y sus ingresos per cápita del crudo apenas pueden compararse - el país se transformó con la riqueza de forma muy similar a los emiratos. La bonanza del crudo atrajo a sectores no recomendables, unas fuerzas armadas desproporcionadas, la importación de comida y consumismo. Otorgó un poder sin precedentes al gobierno central y alteró de forma radical la vida tradicional. Los ingresos del crudo saltan de 5.600 millones de dólares en 1973 a 22.000 millones de dólares al ejercicio siguiente, pero luego se estancan, y en términos reales descienden, en los cinco años previos a la revolución de 1978. Como era de esperar, las tensiones crecieron a medida que los ingresos del crudo se contraían; cuando las esperanzas de resolución se esfumaron, comerciantes, estudiantes, jornaleros, peones del crudo y hasta autoridades religiosas acusaron la situación y participaban de actividades anti-Shah).
Algunos extranjeros - occidentales y asiáticos orientales sobre todo - trabajan en los emiratos sólo para hacer dinero rápido, y permanecen durante cortos períodos de tiempo solamente. Despreciando la cultura de sus anfitriones, irritados por las restricciones religiosas y públicas y no acostumbrados al calor abrasador, alrededor de la tercera parte se marcha antes de expirar su contrato. Otra mano de obra extranjera, musulmana normalmente, se acostumbra mejor; consideran los emiratos la tierra prometida, y muchos intentan afincarse allí de forma permanente. Sus vínculos religiosos y culturales les llevan a creer que deberían tener los mismos derechos que la población autóctona. Los árabes opinan esto con la mayor contundencia, pero también paquistaníes y turcos, entre otros musulmanes.
Con contadas excepciones, sin embargo, el trabajador extranjero no puede ser ciudadano (en Arabia Saudí se exige un decreto real especial) y no disfrutan de la vida fácil de los que son oriundos. Ganan sueldos inferiores, carecen del reconocimiento a los derechos legales y se les excluye del sistema político. En una ocasión, el gobierno saudí concedió a sus empleados saudíes una subida salarial del 50 por ciento pero dejó intactos los salarios de los trabajadores que no eran saudíes. La ciudadanía disfruta en solitario la mayor parte de las subvenciones destacadas arriba, y sólo ella puede ejercer el Derecho, poseer suelo o abrir un negocio. El ciudadano saudí tiene libre acceso a algunas de las instalaciones médicas más avanzadas del mundo; el trabajador extranjero paga su seguro y no tiene derecho a recibir tratamiento en hospitales mejores. En Kuwáit, el trabajador extranjero que se jubila tiene que abandonar el país. Según las ordenanzas de tráfico emitidas en la televisión kuwaití, siempre que dos vehículos se encuentren en una intersección, el ciudadano kuwaití tiene preferencia de paso sobre el extranjero. La ciudadanía es una casta cerrada. Los musulmanes del extranjero desconfían en particular de la población autóctona, que trabaja tan poco pero que aun así se opone a compartir la riqueza de forma más justa.
Falto de representación política, el trabajador extranjero será probablemente el primero en sufrir el descenso de los ingresos del crudo, y pueden hacerlo de forma pasiva. A principios de 1981, grupos de trabajadores extranjeros influenciados por la ideología izquierdista radical afloraban casi simultáneamente en la mayoría de los emiratos.
Tantos yemeníes, egipcios y jordanos, entre otras poblaciones, se han mudado al Golfo Pérsico y Libia que sus países de origen sufren escasez de mano de obra. Yemen del Norte, por ejemplo, tiene tan pocos agricultores que el país ha empezado a importar gran parte de su comida. En Pakistán, el privilegio de enviar trabajadores al extranjero se ha convertido en fuente de conflicto entre regiones. Sobre el papel, las remesas de dinero enviadas por los trabajadores del extranjero parecen buenas para la economía, pero las dos terceras partes del dinero se destinan a comprar tierra y bienes de consumo; pocas veces se invierte de manera productiva. Cuando el periodo de crecimiento termina y los trabajadores extranjeros vuelven a casa, las remesas de dinero enviadas caen en picado. El paro se dispara, y se producen graves dificultades económicas. En este sentido, también los vecinos pobres sufren la maldición del crudo.
En esto radica la tragedia del auge del petróleo; no sólo perjudica a los países avanzados y provoca el sufrimiento de los países pobres, sino que su impacto más devastador, que todavía no se ha notado, se reserva a sus beneficiarios aparentes.