La Gran Recesión de 2008-2009 me convenció, como a muchos otros observadores, de que la espectacularidad de la ciudad-Estado de Dubái (¡vaya a esquiar bajo un sol de justicia!, ¡contemple boquiabierto los edificios más altos del mundo!) no era más que un espejismo. Arremetí contra Dubái en un artículo de 2009 por su "agresividad comercial y charlatanería", por su "economía de trampantojo" y por embaucar a outsiders con acuerdos inmobiliarios basados en esquemas Ponzi. Parecía ser sólo cuestión de tiempo que todo el edificio colapsara.
Pero no. Aprendieron de sus errores, corrigieron defectos importantes y se empeñaron en que rugido de Dubái resonara con más fuerza, audacia y estridencia que nunca.
Para saber cómo ha pasado todo esto, he viajado cada año a Dubái (uno de las siete entidades políticas que conforman los Emiratos Árabes Unidos, algo parecido a los cuatro países del Reino Unido) desde 2015.
Allí no encontré agresividad comercial, sino algo menos frecuente y mucho más impresionante: capitalismo. Y no sólo capitalismo, sino capitalismo puro y duro, con pocas regulaciones, impuestos mínimos y sindicatos emasculados.
Dubái se halla entre los países más ricos en petróleo y más rentistas del mundo; la cercana Qatar tiene unos ingresos anuales per cápita por hidrocarburos de unos 500.000 dólares. Los ingresos per cápita de la vecina Abu Dabi superan los 400.000. Pero Dubái tiene menos hidrocarburos y sus ingresos por tal rubro equivalen a un mísero 2% de sus ingresos totales. El resto proviene de los negocios. Las operaciones comerciales se producen de manera vertiginosa y excitante en todos los ámbitos, en el inmobiliario, en el del tráfico aéreo, en el turístico, en el de las zonas francas, en el mediático, en el de los puertos, en el de los transbordos y el contrabando, en el de la educación, en el de los servicios financieros, en el de la alta tecnología, en el de la investigación científica...
El resultado ha sido un enorme crecimiento en población y riqueza. Hace cincuenta años, la población era de 60.000 personas; ahora roza los tres millones, cincuenta veces más, tal vez el mayor crecimiento demográfico del planeta. A la vez, los ingresos per cápita (también para el 94% de la población que es de nacionalidad extranjera) ha alcanzado los 29.000 dólares. Es lo que llaman el Milagro de Dubái. El analista Mehran Kamrava dice que Dubái es una "ciudad global emergente". Yo digo que es un almacén, similar a Hong Kong y Singapur.
Como corresponde al estímulo capitalista, los dirigentes del emirato se obsesionan con romper récords mundiales; por eso la mayoría de los edificios superan los 300 metros, tienen el aeropuerto con más tráfico internacional de pasajeros y el coche de policía más rápido. Como emirato vulnerable rodeado de países rapaces como Irak e Irán lleno de expatriados sin derecho a voto, ha buscado protección en el poder blando, desde el turismo al arbitraje internacional.
Esto es capitalismo, sí; pero con una diferencia: que el Estado desempeña un papel importante. Los gobernantes, especialmente el emir, Mohamed ben Rashid al Maktum (1949), han manejado la economía mediante la propiedad directa y con poderosa guía. Así me describió la situación un gestor de fondos extranjeros:
Dubái es de orígenes mixtos. La madre, capitalista, se ocupa de los expatriados y las pequeñas empresas; el padre, socialista, se ocupa de los nacionales y de las grandes compañías.
Los derechos de los súbditos están estrictamente limitados y los de los expatriados son prácticamente inexistentes; los extranjeros pueden ser tratados como quiera el Gobierno. Se aplican las leyes de forma impredecible, lo que significa que casi todo el mundo es susceptible de ser detenido en cualquier momento; aunque, siempre y cuando se mantenga la discreción (un emiratí me dijo: "Aquí, las citas se tienen en las habitaciones de hotel"), el castigo sigue siendo más potencial que real. La idea predominante es dejar la política en las manos de la familia gobernante, que, en líneas generales, ha sido sensata.
Por lo tanto, Dubái se ajusta al modelo asiático, donde los tigres Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea del Sur crecieron con libertades limitadas y una ubicua intromisión del Gobierno en la economía. Después llegó la República Popular China y la declaración de Deng Xiaoping de 1962, "No importa si el gato es negro o blanco, mientras el gato cace ratones", se convirtió en guía del socialismo con rasgos chinos que lanzó aquél en 1978.
Si bien otros tigres se democratizaron, el Partido Comunista chino ha mantenido su dictadura durante estas cuatro décadas de extraordinario crecimiento económico. El exitoso capitalismo de Estado ha resultado ser un competidor tan impresionante para el libre mercado que los regímenes de Rusia, India y Turquía han emulado a China, como refirió Time, "construyendo sistemas donde el Gobierno abraza el comercio mientras refuerza el control sobre la política doméstica, la competitividad económica y el control de la información". Esto es también a lo que aspira la Visión 2030 del príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed ben Salman.
Dubái encaja bulliciosamente en este nuevo modelo antidemocrático de construcción de riqueza. Sus característicos distintivos externos importan menos que su estructura nuclear, un modelo consolidado y, por desgracia, viable.