Los críticos del Presidente Bush afirman cada vez más que la victoria americana en la Operación Tormenta del Desierto se descolora con cada día que Saddam Hussein permanece en el poder. Su prolongada dictadura, afirman, hace parecer a América débil y permite que Saddam continúe construyendo su arsenal no convencional. Además: él amenaza con más atrocidades contra los kurdos y obliga a millones de iraquíes a sufrir hambre y enfermedades como medio de minar las sanciones de la ONU.
Que algunos de estos críticos sean destacados Demócratas imprime al argumento un giro político especial. De haber escuchado el presidente a los Demócratas el año pasado, Irak estaría aún ocupando Kuwait; dejando esta ironía al margen, la administración parece haber sido presa del pánico. El Washington Post informaba recientemente que la administración está considerando medidas activas para eliminar al tirano iraquí. Pero esta es una peligrosa idea.
Desde marzo, ha emergido en el Golfo Pérsico un equilibrio frágil pero benigno, uno sorprendentemente favorable tanto a las preocupaciones humanitarias como a los intereses americanos. El equilibrio es simple: el ejército iraquí está demasiado débil como para proyectar su fuerza, pero lo bastante fuerte como para disuadir la invasión. Los beneficios de la debilidad iraquí son claros - Saddam no puede invadir otro país. Aún mejor es que el personal de Naciones Unidas esté destruyendo sistemáticamente los misiles de Saddam, sus armas químicas, biológicas y nucleares, y su capacidad de reemplazar su arsenal. Paulatinamente, Irak se debilita, no se hace más fuerte. Además: dado que Saddam en persona será permanentemente objeto de escrutinio especial, su presencia garantiza que Irak siga siendo inofensivo.
También más sutilmente, nos beneficiamos de que Irak no sea demasiado débil. De haber derrocado a Saddam allá en marzo, Teherán habría intentado llevar al poder a los chi'íes iraquíes. Los radicales iraníes bien podrían haber logrado una nueva oportunidad de control y Occidente probablemente habría sufrido episodios renovados de secuestro de rehenes, terrorismo, y otras contrariedades. Damasco se habría unido a la refriega también, esperando ejercer su control sobre parte o todo Irak.
La caída de Saddam habría dado a los líderes nacionalistas kurdos en Irak la oportunidad de cumplir su sueño de un estado pan-kurdo abarcando grandes sectores de Turquía e Irán, y zonas más pequeñas de Siria y la antigua Unión Soviética. De haber logrado la independencia dentro de Irak, sólo habría sido cuestión de tiempo que cinco estados sufrieran una seria inestabilidad. En los últimos años, los kurdos han sido objeto de romanticismo americano; en la práctica, recuerdan a los palestinos en su irredentismo, su faccionismo y su disposición a perjudicar a cualquiera en la búsqueda de su propio estado. Los kurdos podrían aún desatar el movimiento más violento del Oriente Medio de los años 90.
La debilidad iraquí habría tenido otra consecuencia: mientras Teherán y Damasco luchasen por los restos del estado iraquí y los kurdos echasen el ojo a un fragmento inmobiliario mayor del sureste de Turquía, los turcos se habrían visto arrastrados a la refriega. Con el fin de defender Turquía, Ankara se habría visto obligada a establecer su propia zona de influencia en Irak, y esto inexorablemente la habría arrastrado a la batalla por el futuro de Irak.
Más irónico es que los ciudadanos iraquíes podrían estar peor de haber caído Saddam el pasado invierno. Por supuesto, Irak se encuentra en una forma miserable hoy en día, sufriendo privaciones económicas y una represión asfixiante. Aún así, la guerra civil que tuvo lugar en primavera, cuando kurdos y árabes se masacraron entre sí en el norte de Irak mientras chi'íes y sunníes luchaban en el sur, fue un ejemplo de lo que podría ser. La ausencia de un poder central habría provocado que muchos más iraquíes murieran de guerra, enfermedades y hambre.
Y mientras que muchos de los críticos de la administración conciben el derrocamiento de Saddam como un paso de gigante hacia la democracia, fue, y aún es, mucho menos probable que lleve a los demócratas al poder en lugar de otro criminal a la propia imagen y semejanza de Saddam.
Los iraquíes, sus vecinos y el mundo exterior, todos se han visto beneficiados razonablemente bien del delicado equilibrio de poderes de los últimos nueve meses que deja a Irak ni demasiado fuerte ni demasiado débil. Y aún nos beneficiamos. Pero este equilibrio es una cosa puntual; cuando desaparezca, desaparece permanentemente. Ahora, al igual que entonces, deshacerse de Saddam incrementa las perspectivas de guerra civil iraquí, el expansionismo sirio e iraní, el irredentismo kurdo y la inestabilidad turca. ¿Realmente queremos abrir estas fuentes de compleja inestabilidad?
El único modo de deshacerse de Saddam y evitar tales problemas es aceptar una presencia militar norteamericana muy intrusiva y prolongada en Irak. Y aquí volvemos al dilema del año pasado: después de que las fuerzas americanas expulsen directamente a Sadam del poder y ocupen Irak, ¿ahora qué? No hubo respuestas fáciles a ésta pregunta en 1990 y no hay ninguna hoy. Si la administración calcula los costes, llegará a la misma prudente conclusión a la que llegó a comienzos de 1991: no estimular el conflicto regional, no hacerse directamente responsable de decidir el futuro de Irak, y no arriesgarse a perder vidas americanas - muchas más probablemente de las que se perdieron en la Tormenta del Desierto - a cuenta de objetivos vagos e indefinidos.
Todos queremos que Saddam se vaya; pero a menos que los americanos estén preparados para una ocupación ilimitada de Irak, haríamos mejor dejando que los iraquíes se deshagan de él.