El país entero, y Nueva York en especial, han de plantearse una cuestión perentoria tras los atentados del 11 de Septiembre, organizados por una red islámica militante y perpetrados por musulmanes arabeparlantes afincados en Norteamérica: ¿cómo mirar ahora, y qué trato deben dispensar los estadounidenses, a las poblaciones musulmanas residentes en su entorno?
Las reacciones iniciales han diferido ampliamente. La opinión de la élite, manifestada por el Presidente Bush, se apresuraba a negar cualquier relación entre los actos de guerra y la población musulmana afincada. "El islam es paz", aseguraba Bush a los estadounidenses, añadiendo: "no debemos responsabilizar de un acto de terror a quien sea musulmán". El fiscal general Ashcroft, el gobernador Pataki y el alcalde Giuliani reiteraron fielmente estas declaraciones. El Secretario de Estado Powell iba todavía más allá, al afirmar que los atentados "no deben ser considerados algo perpetrado por árabes o islámicos; son algo perpetrado por terroristas" — como si por definición, árabes o musulmanes no pudieran ser terroristas.
Este enfoque podría cobrar algún sentido como forma de tranquilizar a la opinión pública e impedir ataques a musulmanes, pero claramente no ha convencido a nadie. El congresista Republicano por Louisiana John Cooksey respondía en una entrevista radiofónica que cualquiera que lleve "un pañal en la cabeza y una cadena de transmisión enrollada alrededor del pañal" debe ser "apartado" para ser escrutado en los aeropuertos. Y los sondeos demuestran que los estadounidenses vinculan de manera mayoritaria al islam y los musulmanes con los tremendos acontecimientos de septiembre. Una encuesta concluye que el 68 por ciento de los encuestados aprueban "parar aleatoriamente a las personas que encajen en el perfil de terroristas buscados". Otra concluye que el 83 por ciento de los estadounidenses son partidarios de imponer controles más estrictos a la entrada de los musulmanes al país, y el 58 por ciento quiere controles más férreos a los musulmanes que viajen en avión o tren. Curiosamente, el 35 por ciento de los neoyorquinos es partidario de abrir campos de internamiento "destinados a los particulares que las autoridades identifiquen como personas en sintonía con causas terroristas". A nivel nacional, el 31 por ciento de los estadounidenses son partidarios de tener campos de detención para estadounidenses de origen árabe "como forma de impedir atentados terroristas en Estados Unidos".
¿Cuál es en la práctica la relación real entre las atrocidades y la minoría musulmana afincada en Estados Unidos o Canadá? ¿Y qué políticas pueden proteger al país de los atentados al tiempo que se protegen las libertades civiles de los musulmanes?
El problema entre manos no es la religión del islam sino la ideología totalitaria del islamismo. Como confesión, el islam ha tenido múltiples significados a lo largo de 14 siglos y varios continentes. Lo que podemos llamar "islam tradicional", forjado durante el medievo, ha propiciado que los musulmanes sean belicosos y tranquilos, nobles y no tanto: no se puede generalizar a partir de una muestra tan amplia. Pero se pueden destacar dos extremos comunes: más que ninguna otra religión, el islam es profundamente político en el sentido de que empuja a sus fieles a ocupar el poder; y una vez que los musulmanes se hacen con el poder, manifiestan un firme ánimo por implantar las leyes del islam, la sharía. De forma que en la práctica, el islam alberga elementos que pueden justificar la conquista, la teocracia y la intolerancia.
Durante el curso del siglo XII, surgió una nueva forma de islam, que ahora reviste gran atractivo y ostenta enorme poder. El islam militante (o islamismo — es lo mismo) se remonta al Egipto de los años 20, cuando surgió una organización llamada los Hermanos Musulmanes, aunque también hay otras ramas, que incluyen la iraní, formulada sobre todo por el ayatolá Jomeini, y la saudí, a la que pertenecen tanto los talibanes en el poder en Afganistán como Usama bin Ladin. El islamismo difiere en muchos sentidos del islam tradicional. Es confesión convertida en ideología, e ideología radical en ese extremo. Preguntado "¿Se considera usted un revolucionario?", el político islamista sudanés Hasán al-Turabi respondía "Totalmente". Mientras el islam tradicional sitúa en cada fiel el deber de vivir según la voluntad de Dios, el islamismo convierte este deber en algo de lo que es responsable el Estado. El islam es un sistema confesional personal que pone el acento en el individuo; el islamismo es una ideología de Estado que se ciñe a la sociedad. Los islamistas constituyen una minoría reducida pero significativa de los musulmanes de Estados Unidos y de todo el mundo, quizá del 10 al 15 por ciento.
Los apologistas nos dirán que el islamismo es una distorsión del islam, e incluso que no tiene nada que ver con el islam, pero eso no es cierto; surge de la religión, al tiempo que lleva facetas de ella hasta una conclusión tan extrema, tan radical y tan megalomaníaca como para constituir algo nuevo. Adapta una confesión antigua a la tesitura política de nuestro tiempo, compartiendo ciertos aspectos clave de los totalitarismos previos, el fascismo y el marxismo leninista. Es una versión del utopismo radical con matices islámicos. Los individuos islamistas pueden aparentar respetar la ley y ser razonables, pero forman parte de un movimiento totalitario y como tales, todos deben ser considerados asesinos potenciales.
Los musulmanes tradicionales, primeras víctimas del islamismo en general, entienden esta ideología por lo que es y responden con miedo y rechazo, como sugieren algunos ejemplos del norte de África. Naguib Mahfouz, novelista egipcio premio Nobel, dijo al primer ministro y al ministro del Interior de su país cuando censuraban el islamismo: "Libráis una batalla por el bien del islam". Otros musulmanes egipcios tradicionales convienen con Mahfouz, condenando uno al islamismo como "la bárbara mano del terrorismo" e instando otro a "ahorcarlos a todos en plazas públicas". En Túnez, el Ministro de la Religión Alí Chebbi dice que "el contenedor de la basura" es el lugar idóneo para los islamistas. El titular argelino de Interior, Abderrahmane Meziane-Cherif, concluye de igual forma: "No se puede hablar con personas que adoptan la violencia como credo; personas que degüellan mujeres, las violan y mutilan sus senos; personas que asesinan a inocentes invitados extranjeros". Si los musulmanes opinan de esta forma, los no musulmanes pueden unirse a ellos sin vergüenza: estar contra el islamismo no implica en ningún sentido estar contra el islam.
Los islamistas de todo pelaje albergan una postura virulenta hacia los no musulmanes y tienen antecedentes de combatir durante décadas a los gobiernos coloniales francés y británico, así como a gobiernos no musulmanes como los de la India, Israel o las Filipinas. También han sostenido largas y sangrientas batallas con gobiernos musulmanes que rechazan el programa islamista: en Egipto, Pakistán, Siria, Túnez y Turquía, por ejemplo — y más espectacularmente en Argelia, donde se calcula que 100.000 personas habrían perdido la vida hasta la fecha en una década de combates.
La violencia islamista es un fenómeno global. Durante la primera semana de abril, por ejemplo, contabilicé los siguientes incidentes, apoyándome solamente en crónicas de agencias de prensa, que no son nada exhaustivas: muertos a causa de acciones islamistas violentas acaecidas en Argelia (42 víctimas), Cachemira (17), el sur de las Filipinas (3), Bangladesh (2) y Cisjordania (1); sucesos violentos del ramo se registraron en muchos otros países, incluyendo Afganistán, Indonesia, Nigeria y Sudán; la justicia falló en contra de musulmanes radicales en Francia, Alemania, Italia, Jordania, Turquía, Estados Unidos y Yemen. Los islamistas están bien organizados: la friolera de 11 de los 29 grupos a los que el Departamento de Estado considera "organización terrorista extranjera" son islamistas, al igual que 14 de los 21 ilegalizados por el Home Office británico.
Desde 1979, los islamistas se han sentido lo bastante seguros para ampliar su lucha contra Occidente. El nuevo gobierno islámico militante de Irán atacó la embajada estadounidense en Teherán a finales de aquel año y mantuvo rehenes a 60 estadounidenses durante 444 días. Ocho soldados estadounidenses (las primeras bajas de esta guerra) perdían la vida en el intento frustrado de rescate estadounidense en 1980. La violencia contra estadounidenses parte de 1983 con un atentado contra la embajada estadounidense en el Líbano, matando a 63 personas. A continuación se produce una larga cadena de ataques a estadounidenses en embajadas, buques, aviones comerciales, instalaciones militares y escuelas, entre otros lugares.
Los islamistas también han cometido al menos ocho atentados letales en suelo estadounidense antes del 11 de septiembre de 2001: el asesinato en julio de 1980 de un disidente iraní en la región de Washington; el asesinato en enero de 1990 de un librepensador islámico egipcio en Tucson; el asesinato en noviembre de 1990 del rabino Meir Kahane en Nueva York; el ataque en enero de 1993 contra personal de la CIA en los exteriores de la sede de la agencia en Langley, Virginia, matando a dos personas; el atentado de febrero de 1993 contra el World Trade Center, que costó la vida a seis; el tiroteo de marzo de 1994 contra una camioneta llena de menores judíos ortodoxos en el puente de Brooklyn, asesinando a uno; el homicidio en febrero de 1997 de un turista holandés en la azotea del Empire State; y la catástrofe de un aparato de EgyptAir precipitado al Atlántico en octubre de 1999 por el piloto cerca de Nueva York, asesinando a 217 personas. Todos estos crímenes menos uno tuvieron lugar cerca de Nueva York o Washington, D.C. Esta lista parcial no incluye un buen número de tentativas frustradas, que incluyen la "jornada de terror" planeada en junio de 1993 rematada con el atentado simultáneo contra las Naciones Unidas y los túneles de Holland y Lincoln, y una conspiración frustrada encaminada a alterar los fastos del milenio en Seattle.
En resumen, la masacre de más de 6.000 estadounidenses en septiembre de 2001 no fue el principio de algo nuevo sino la intensificación de una campaña islamista de violencia contra Estados Unidos que llevaba más de dos décadas cociéndose.
Nadie sabe exactamente cuántos musulmanes viven en Estados Unidos — los cálculos, prestados a la exageración, oscilan enormemente — pero su número claramente iría por los varios miles. Los fieles se dividen en dos grupos principales, inmigrantes y conversos, siendo los inmigrantes de dos a tres veces más numerosos que los conversos. Los inmigrantes llegan de todo el mundo, pero sobre todo de la región asiática del Índico, de Irán y de países arabeparlantes; los conversos tienden a ser mayoritariamente afroamericanos.
Esta minoría se enfrenta ahora a una decisión de peso: o se integra en Estados Unidos, o se hace islamista y sigue siendo independiente. Es una decisión de gran implicación tanto para Estados Unidos como para el mundo musulmán.
Los musulmanes integracionistas — algunos religiosos, no todos — pueden convivir simultáneamente como estadounidenses patriotas como musulmanes comprometidos. Tales musulmanes no tienen problemas en ser fieles a un gobierno no musulmán. Los integracionistas están convencidos de que lo que integra la cultura estadounidense — el trabajo duro, la honestidad, la tolerancia — es compatible con las creencias islámicas, y hasta entienden que el islam reafirma tales valores estadounidenses clásicos. Aceptan que Estados Unidos no es un país musulmán, y buscan formas de prosperar en el seno de su marco constitucional. Símbolo de este enfoque positivo, el Consejo Supremo Islámico de América muestra con orgullo una bandera estadounidense en su portal en la red.
Los musulmanes estadounidenses que siguen la vía islamista, sin embargo, rechazan la civilización norteamericana, al basarse en una mezcla de valores cristianos e Ilustrados que consideran anatema. Los islamistas están convencidos de que sus costumbres son superiores a las de América, y desean imponer éstas al país entero. A corto plazo, promueven el islam como solución a los ataques sociales y morales del país. Con el tiempo, sin embargo, y de forma mucho más radical, quieren transformar Estados Unidos en un país musulmán gobernado según líneas islamistas estrictas. Manifestando esta opinión radical, Zaid Shakir, antiguo ministro religioso musulmán de la Universidad de Yale, aduce que los musulmanes no pueden aceptar la legitimidad del orden estadounidense vigente, puesto que va "contra las órdenes y las ordenanzas de Alá". "La orientación del Corán", añade, "nos empuja en dirección diametralmente opuesta". Por descabellado que pueda parecer un objetivo político así, se discute de forma generalizada en círculos islamistas, y los sucesos del 11 de Septiembre deberían dejar claro lo seriamente que las autoridades norteamericanas han de abordar esta ambición.
El gran debate entre los islamistas no es, en la práctica, lo deseable o lo plausible de transformar Estados Unidos en un país musulmán, sino si trabajar o no en favor de este objetivo de una forma legal pero lenta, a través de la conversión, o una vía más arriesgada pero más rápida e ilegal que precisa de violencia. Shamim A. Siddiqi, inmigrante paquistaní, espera que grandes cifras de estadounidenses se conviertan pacíficamente al islam en lo que llama "fluid-islam". Omar Abdel Rajmán, el jeque ciego responsable del atentado de 1993 contra el World Trade Center, quiere que los musulmanes "conquisten el territorio de los infieles". Estos dos enfoques pueden solaparse y se superponen, desempeñando ciertos figurines lobistas de Washington algunas funciones que ayudan a terroristas, como impedir la práctica de fichar al pasaje procedente de Oriente Próximo.
Los integracionistas tienden a agradecer vivir en Estados Unidos, con su estado de derecho, democracia y libertades personales. Los islamistas desprecian estos logros y anhelan traer a América las costumbres de Irán o Afganistán. Los integracionistas aspiran a crear un islam estadounidense y pueden participar de la vida norteamericana. Los islamistas, que quieren una América islámica, no.
La buena noticia es que los integracionistas superan con creces a los islamistas. La mala noticia — y esto plantea un verdadero problema todavía prácticamente desapercibido en Estados Unidos — es que los islamistas están mucho más presentes que los integracionistas en las cuestiones musulmanas y controlan casi todas las instituciones musulmanas del país: las mezquitas, los centros de enseñanza, los centros de la comunidad, las publicaciones, los portales en la red y las organizaciones nacionales. Son los islamistas los que reciben invitaciones a la Casa Blanca y el Departamento de Estado. Fue sobre todo con islamistas con quienes se reunió en dos ocasiones el Presidente Bush, en gestos pensados para tranquilizar a los musulmanes estadounidenses, tras el 11 de Septiembre.
¿Qué han de hacer los estadounidenses para protegerse de los islamistas al tiempo que respetan los derechos civiles de los musulmanes que cumplen la ley? Lo primero y más directo es no permitir la entrada al país de más islamistas. Cada islamista que entra en Estados Unidos, sea como visitante o como inmigrante, es un enemigo más en el frente nacional. Los funcionarios han de vigilar el discurso, las relaciones y las actividades de los visitantes potenciales o de los inmigrantes en busca de indicios de fidelidad islamista, y tener a raya a cualquiera del que sospechen de tales vínculos. Algunos puristas de los derechos civiles se quejarán, como hicieron a tenor de legislaciones parecidas diseñadas para cortar el paso a los marxistas leninistas. Pero se trata de una cuestión de autoprotección nacional sencillamente.
Las leyes en vigor permiten una política así, aunque cumplirlas en estos tiempos es extremadamente difícil, al exigir la intervención directa del secretario de estado (véase "Es hora de encofrar nuestras porosas fronteras"). Redactada décadas antes de aparecer el islamismo en la actualidad norteamericana, por ejemplo, la Ley McCarren-Walter de 1952 posibilita la exclusión de cualquiera que aspire a derrocar al gobierno estadounidense. Otras regulaciones impedirían la entrada a los sospechosos de terrorismo o de cometer otros actos de "repercusión potencialmente nociva en política exterior". Las autoridades norteamericanas precisan de mayor margen para implantar estas leyes.
Impedir la entrada a los islamistas es una primera medida evidente, pero será igualmente importante vigilar de cerca a los islamistas que ya residen aquí como ciudadanos o inmigrantes regulares. Por desgracia, esto se traduce en que todos los musulmanes han de ser objeto de mayor escrutinio. Porque el hecho ineludible y doloroso es que, si bien cualquiera puede ser fascista o comunista, sólo los musulmanes encuentran tentador el islamismo. Y si es cierto que la mayoría de los musulmanes no son islamistas, no es menos cierto que todos los islamistas son musulmanes. Los musulmanes pueden dar por descontado que la policía que realiza registros en busca de sospechosos tras algún atentado terrorista nuevo no va a dedicar mucho tiempo a registrar iglesias, sinagogas o templos hindúes, sino que se va a concentrar en las mezquitas. La seguridad de los edificios públicos interrogará más probablemente a los transeúntes de apariencia de Oriente Próximo o que lleven velo.
Dado que tales medidas tienen un rasgo reconocidamente discriminatorio, las autoridades han manifestado en el pasado gran rechazo a adoptarlas, postura que los islamistas y sus apologistas han consolidado pretendiendo disuadir de cualquier intento de poner el acento en los musulmanes. Cuando los musulmanes han cometido delitos violentos, las autoridades han llegado a extremos insospechados para disociar sus móviles del islam militante. Por ejemplo, el taxista libanés que disparó contra una camioneta llena de menores judíos ortodoxos en el puente de Brooklyn en 1994, que dejó un menor muerto, tenía antecedentes documentados de enajenación contra Israel y los judíos — pero el FBI consideró la "enajenación al volante" su móvil. Sólo tras una tenaz campaña de la madre del chaval asesinado, el FBI clasificó finalmente el atentado como "el crimen de un terrorista", casi siete años después de los hechos. El rechazo a reconciliarse con la realidad del islam militante puede haber sido comprensible antes del 11 de Septiembre — pero ya no lo es.
El escrutinio de los musulmanes se ha vuelto obligatorio en los aeropuertos del país y ha de seguir siéndolo. La seguridad aeroportuaria solía vigilar a los árabes y los musulmanes, pero fue antes de que los grupos relevantes de presión metieran tanto escándalo con "el fichado racial en los viajes" como forma de discriminación que las aerolíneas abandonaron prácticamente la costumbre. La ausencia de una legislación evidente así se tradujo en que 19 secuestradores árabes musulmanes pudieron embarcar en cuatro aparatos diferentes con facilidad el 11 de Septiembre.
El mayor escrutinio de los musulmanes también se traduce en vigilar en busca de "células durmientes" islamistas — particulares que pasan desapercibidos discretamente hasta que, un día, reciben de sus superiores la orden y pasan a la acción como parte de una operación terrorista. Los cuatro tipos de secuestradores del 11 de Septiembre ponen de manifiesto lo grave del engaño. Como explicaba un detective, destacando el plazo de tiempo que pasaron los 19 terroristas en Estados Unidos: "No eran personas que llegaran hasta la frontera para atentar enseguida… Hicieron amigos y se confundieron entre la sociedad norteamericana para mejorar su capacidad de ataque". Detener las células durmientes antes de que sean activadas y ataquen exige de mayor vigilancia en las fronteras del país, de Inteligencia de calidad y de conciencia ciudadana.
Los extranjeros musulmanes residentes que se revelen islamistas deben ser expulsados del país inmediatamente, antes de tener oportunidad de actuar. Los islamistas que sean ciudadanos han de ser vigilados muy de cerca y sin cesar.
Al tiempo que el país vigila al mundo musulmán dentro de sus fronteras más de cerca en busca de indicios de islamismo, por supuesto habrá de continuar protegiendo los derechos civiles de los musulmanes estadounidenses que respeten la ley. Los líderes políticos deben distinguir con regularidad y públicamente entre el islam, la religión de los musulmanes, y el islamismo, la ideología totalitaria. Además, deberían de hacer todo lo posible para cerciorarse de que los particulares musulmanes, las mezquitas y las demás instituciones legales siguen disfrutando del total amparo de la ley. Un momento de crisis no cambia la presunción de inocencia piedra angular de nuestro sistema jurídico. La policía debería de proporcionar protección extra a los musulmanes con el fin de evitar lamentar pérdidas personales o materiales.
Afortunadamente, algunos musulmanes estadounidenses (y estadounidenses de origen árabe, la mayoría de los cuales son en realidad cristianos) entienden que al aceptar ciertos inconvenientes personales — e incluso, siendo honestos, cierto grado de vejación — colaboran en la protección del país y de ellos mismos en la misma medida. Tarek E. Masoud, estudiante de licenciatura en Yale, demuestra tener un sentido común del que parecen carecer muchos de sus mayores: "¿Cuántos miles de vidas se habrían salvado si las personas como yo se hubieran molestado en abrir nuestras bolsas y responder preguntas?" plantea. "La gente dice que el fichado les hace sentir como criminales. Lo hace — lo sé de primera mano. Pero habría accedido a sentirme como un criminal mil veces antes que ver la siniestra labor de verdaderos criminales en Nueva York y Washington".
Una tercera tarea clave será combatir la ideología totalitaria del islam militante. Eso significa aislar a instituciones islamistas tan virulentas y vocales como el Consejo Musulmán Americano, el Consejo de Relaciones Islámico-Norteamericanas o el Consejo Musulmán de Relaciones Públicas. Políticos, prensa, empresas, organizaciones voluntarias y sociedad en conjunto — todos tienen que condenar al ostracismo a estos grupos y no concederles ni un atisbo de legitimidad. Las autoridades fiscales y las fuerzas del orden deberían vigilarlas como halcones, casi como vigilaron al sindicato mafioso de camioneros.
Combatir la ideología islamista también exige cerrar los portales en la red que promueven la violencia islamista, reclutan nuevos miembros de la campaña terrorista contra Occidente y recaudan dinero para causas islámicas militantes ("Done dinero a la yihad militar", invita uno de estos portales). El gobierno federal empezó a adoptar medidas antes incluso del 11 de Septiembre, cerrando InfoCom, un servidor de muchas organizaciones islamistas radicado en Dallas, canalizando dinero muchas de ellas a grupos islámicos militantes del extranjero.
También esencial en la lucha contra la ideología islamista será trabajar con los musulmanes moderados no islamistas. Son personas marcadas injustamente por los excesos islamistas, después de todo, e impacientes por tanto por detener a este movimiento extremista. Incorporarlos reviste varias ventajas: proporcionan un consejo valioso, pueden infiltrarse en organizaciones islamistas clandestinas, y su implicación en los esfuerzos contra el islamismo zanja la inevitable acusación de "islamofobia".
Además, a los expertos en el islam y los musulmanes — académicos, periodistas, figuras religiosas y autoridades — hay que pedirles cuentas por sus opiniones. Durante demasiado tiempo ya han disculpado el islamismo en lugar de darle una interpretación honesta. Por tanto, tienen parte de responsabilidad en la desprevención que condujo al horror de septiembre. La prensa y los demás medios convencionales han demostrado mayor objetividad al cubrir el islam. En el pasado, lo han justificado de forma vergonzosa. El reciente documental de la PBS Islam: el imperio de la fe es un caso de manual, ofreciendo, en las agudas palabras del Wall Street Journal, "una adoración del islam falta de toda crítica, más propia de un pasaje destinado a los fieles que de un documental que pretende ofrecer una crónica equilibrada a la opinión pública norteamericana". Los islamistas de Nueva York celebraron en sus mezquitas la destrucción del 11 de Septiembre, pero la prensa se negó a informar de los hechos por temor a ofender a los musulmanes, ocultando en la práctica esta importante información a la opinión pública norteamericana.
La adopción de estas tres medidas — impedir la entrada a los islamistas, vigilar a los que están dentro del país sin vulnerar las libertades civiles de los musulmanes estadounidenses y deslegitimar a los extremistas — permitiría ser justos a los estadounidenses con la mayoría moderada de musulmanes, al tiempo que se combate el islam militante. Será un número de funambulista, que exigirá de sensibilidad sin sucumbir a la corrección política. Pero es factible y esencial en la misma medida.