¿Con quién, o con qué, está en guerra Estados Unidos? De respuesta a esta pregunta reviste profundas implicaciones de cara a la estrategia, la diplomacia pública y las políticas nacional y exterior por igual. La respuesta puede parecer evidente; pero no lo es.
Durante las primeras semanas tras el 11 de Septiembre, en cuanto el Presidente George W. Bush hacía alusión a enemigos, insistía en que no eran afganos y ni siquiera musulmanes, sino más bien una gente a la que llamaba "malhechores" o "perversos". Esta formulación extraña y algo cómica parece elegida deliberadamente para no ofender a nadie, o ningún colectivo. También permite a Bush meter en el mismo saco a un amplio abanico de acontecimientos antes incluso de saberse la identidad del responsable de los que sea de ellos. Así, cuando empezaron a salir a la luz las misteriosas cartas con ántrax, volvía a culpar a esos mismos "malhechores" amorfos por "seguir intentando causar daño a América o a los estadounidenses".
¿Cuáles serían los objetivos de estos malhechores? También en esto Bush se cuidaba de hablar con generalidades. Eran personas "motivadas por el odio" o más concretamente "personas sin país", o en otra ocasión "personas que podrían intentar hacerse con un país, parásitos que intentarían infectar un país anfitrión". En lo que respecta a lo que Estados Unidos tenía planes de hacer con ellos, el Presidente se mostraba de nuevo cauto al extremo, hablando sobre todo de "dar caza a los malhechores y llevarlos ante la justicia".
Ni siquiera después de iniciada la guerra a principios de octubre Bush se esforzaba por precisar, tendiendo a referirse más bien a las hostilidades como "un esfuerzo común por aplastar el mal donde lo encontremos". La única innovación consistió en presentar el concepto de "la guerra contra el terrorismo", modificado en ocasiones como "la guerra contra el terrorismo y el mal". Pero aparentemente esto tenía todavía menos sentido. El terrorismo es una táctica militar empleada por grupos y particulares diferentes en todo el mundo con fines distintos. Hablar de "la guerra contra el terrorismo" es un poco como hablar de la guerra a las armas de destrucción masiva. Hay que saber quién tiene o está desplegando estos arsenales, y con qué intención.
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¿QUÉ HAY de los objetivos de la guerra? Eran (y siguen siendo) bastante turbios. Cuando Bush anunció el 7 de octubre el inicio de la intervención militar, definió el objetivo como "la alteración y… derrota de la red terrorista global", neologismo que una vez más planteaba el interrogante. ¿Qué fin tiene la red terrorista global? ¿Qué organizaciones pertenecerían a ella, aparte de al Qaeda? ¿Abarca a los grupos militantes islámicos como Hezbolá o Hamás? ¿A grupos terroristas no musulmanes como el Ejército Republicano Irlandés o los Tigres de Tamil? ¿A países como Irak?
El Secretario de Defensa Donald H. Rumsfeld, por su parte, parecía inquieto con la vaguedad de este objetivo peligrosamente ambicioso. En un primer momento desechaba por irreal "la idea de eliminar [el terrorismo] de la faz de la tierra". Pero pasaba a proponer un objetivo no menos esquivo. Los estadounidenses son gente amante de la libertad, decía Rumsfeld, de manera que la definición de victoria era un clima en el que pudieran "satisfacer realmente y vivir según esas libertades", y en el que se impide a los demás "afectar negativamente a nuestro estilo de vida". Esto era admirable, la última parte sobre todo, aunque difícilmente un objetivo que marcar a un General y decir: "Logre usted esto".
El actual desarrollo de "la guerra contra el terrorismo" no ha servido para disipar esta falta de claridad. Inicialmente, el objetivo manifestado en Afganistán no era extirpar al régimen talibán sino obligarlo simplemente a entregar a Osama bin Laden y sus colegas; sólo cuando los talibanes se negaron, el peso del ejército estadounidense cayó sobre ellos. La misma historia podría estar repitiéndose con respecto a Irak. A finales de noviembre, el Presidente exigía que Saddam Hussein permitiera la reanudación de las inspecciones de armas o se enfrentaría a las consecuencias. Preguntado en rueda de prensa por las consecuencias, Bush respondía crípticamente: "Él las conocerá".
Al menos un observador informado interpretó esto como que Bush no sabía lo que iba a hacer después.* De hecho, a primeros de diciembre, parecía seguro decir que, más allá del enfrentamiento en Afganistán, el gobierno estadounidense no había alcanzado todavía una decisión en torno a sus futuros pasos.
Todo esto puede ser muy comprensible. A nivel conceptual, el conflicto en el que se encuentra inmerso Estados Unidos es algo nuevo. Se está librando contra fantasmas - nadie, por poner un ejemplo, ha reivindicado de una forma totalmente clara la autoría de las atrocidades del 11 de Septiembre - y este mismo hecho hace insignificantes objetivos bélicos convencionales como derrotar a un enemigo o controlar un territorio. Asimismo, Estados Unidos se vio sorprendido esencialmente el 11 de Septiembre. Con independencia de las múltiples ocasiones en que se había visto afectado por terroristas con anterioridad - y hubo múltiples de esas ocasiones - los estadounidenses nunca esperaban encontrarse abriendo una guerra total contra este enemigo.
Además, los eufemismos en tiempo de guerra pueden ser benéficos, y todavía más cuando, por así decirlo, se vuela a ciegas. Al pasar al estado de emergencia el 11 de Septiembre, el gobierno se abstuvo instintivamente de dar detalles por temor a atarse de manos. Fijar las miras en "los malhechores" y "el terrorismo", sin dar más nombres que Osama bin Laden, ofrecía la máxima flexibilidad. Al no insultar a nadie en concreto, Washington podría atraer más fácilmente a aliados potenciales a la "coalición contra el terror" encabezada por Estados Unidos. En función del mismo rasero, a nivel teórico al menos, la administración podría añadir o sustraer objetivos a medida que las circunstancias lo exigieran; el socio de hoy - Siria, por ejemplo - puede ser el malhechor de mañana.
Pero la vaguedad también pasa factura. Si los políticos ponen objetivos contradictorios o imprecisos a sus líderes militares, escribe Carl von Clausewitz en la obra En guerra (1832), sus empresas se toparán con dificultades sustanciales casi seguro. La historia del conflicto bélico a través de los tiempos confirma esta norma inamovible, como los estadounidenses han tenido ocasión de destacar en las últimas décadas (desde el rechazo de Eisenhower a intervenir en Europa con la suficiente celeridad para frenar el avance soviético durante la Segunda Guerra Mundial a la negativa de Norman Schwarzkopf a desarticular la Guardia Republicana de Saddam Hussein en la Operación Tormenta del Desierto). Tampoco son los Generales los únicos que precisan saber a quién combaten y lo que defienden; también otros en el gobierno, amigos y enemigos extranjeros por igual y, por supuesto, el pueblo estadounidense.
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¿QUIÉN ES, ENTONCES, el enemigo? El mensaje del 11 de Septiembre fue prístino, no dando cabida a ambigüedades: el enemigo es el islam militante. No es raro, pues, que antes de conocer exactamente la identidad exacta del responsable, el gobierno haya sido reacio a decirlo abiertamente. Además de las consideraciones que ya he enumerado, estaba el precedente de la historia reciente para desaconsejarlo.
En febrero de 1995, en el apogeo de la tremenda violencia en Argelia que colocaba a grupos islamistas armados y brutales contra un gobierno represor, el Secretario General de la OTAN Willy Claes afirmaba públicamente que, desde el final de la Guerra Fría, "la militancia islámica ha surgido quizá como la amenaza más grave a la alianza de la OTAN y la seguridad occidental". En realidad, decía Claes, el islam militante no sólo plantea la misma clase de amenaza a Occidente que el comunismo antes, sino que el alcance del peligro es mayor, al acompañarse el islam militante de elementos de "terrorismo, fanatismo religioso y explotación de las injusticias económicas y sociales".
Claes estaba totalmente en lo cierto. Pero su intervención se encontró con la indignación de todo el mundo musulmán, y se vio rápidamente obligado a retractarse y desmarcarse. "El fundamentalismo religioso", explicaba escaldado, "sea islámico o de otra variedad, no concierne a la OTAN".
Tras el 11 de Septiembre, podría ser algo más fácil decir lo que a Claes no se le permitió decir abiertamente entonces; pero sólo en cierta medida, y no a cualquiera en posición de autoridad. Claro está que nadie quiere que le obliguen a reproducir la sonrojante retirada de Claes. Y aun así, tan extraño como pueda ser decirlo, es ineludible el dato.
Desde 1979 por lo menos, cuando el ayatolá Jomeini se hizo con el poder en Irán al grito de guerra de "Muerte América", el islam militante, también conocido como islamismo, ha sido el enemigo declarado de los Estados Unidos. Ahora pasa a ser el enemigo número uno. Se trate de las organizaciones y particulares terroristas en los que Washington tiene las miras puestas, en los inmigrantes que interroga o en los países de los que desconfía, todos son islamistas o tienen relaciones con islamistas. Washington puede no manifestar abiertamente lo que piensa, pero sus acciones manifiestan las opiniones reales.
Definir al islam militante como el rival más temible y longevo del país no niega en absoluto la existencia de otros detractores. A Estados Unidos no le faltan enemigos no islamistas: Las tiranías comunistas de Corea del Norte y Cuba, los dictadores árabes seculares de Irak, Siria y Libia, además de enemigos de segundo orden en todo el mundo. Pero estos enemigos, hasta Saddam Hussein incluido, carecen de varios rasgos que hacen muy amenazador al islam militante - su fervor ideológico, su alcance, su ambición y su permanencia en el poder. Si el perfil del partidario del islam militante se limita a los musulmanes, este perfil representa, en total, a la sexta parte más o menos de la raza humana, disfruta de una tasa de natalidad muy elevada y se encuentra prácticamente en todo el mundo.
En un momento en que los extremos de corte europeo de la izquierda comunista y la derecha fascista están agotados y son en conjunto ineficaces, el islam militante ha demostrado ser el único movimiento totalitario verdaderamente vital del mundo actual. Como dejan claro uno tras otro de sus líderes, se considera el único rival, e inevitable sucesor, de la civilización occidental. Aunque un buen número de observadores occidentales (equivocados) lo declaran un credo fenecido,* es probable que siga siendo una fuerza a la que combatir durante los próximos años años por no decir durante largas décadas.
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PERMÍTAME concretar con mayor exactitud el apoyo al islam militante. Se reparte entre tres elementos principales.
El primero es el núcleo duro, compuesto por sucedáneos de Osama bin Laden, de los diecinueve secuestradores, de al Qaeda, líderes del régimen talibán y Afganistán y el resto de la red de grupos violentos inspirada por la ideología islámica militante. Tales grupos se han formado en su mayor parte desde 1970, convirtiéndose desde entonces en una fuerza progresivamente relevante del mundo musulmán. La red, bautizada "Islaminet" por algunos críticos musulmanes, alberga variantes tanto sunitas como chiítas, atrae a ricos y pobres por igual y está activa en lugares tan distantes como Afganistán, Argelia o Argentina. En 1983 algunos de sus miembros iniciaron una campaña de violencia contra Estados Unidos, cuyo mayor triunfo hasta la fecha fue la espectacular operación del 11 de Septiembre. En total, los integrantes de la red son tan contados como fanáticos, rondando quizá los miles.
La segunda capa abarca a una población mucho mayor de militantes que simpatizan con la visión utópica radical de al Qaeda sin ser parte formal de ella. Sus opiniones se manifestaron a plena luz en cuanto comenzaron las hostilidades en Afganistán: protestantes y muyahidines por decenas de miles, expresando todos un rechazo decidido a Estados Unidos y entusiasmo por actos de violencia adicionales. Países de los que normalmente no se escucha, y que no son en absoluto avisperos del radicalismo, cobraron vida para protestar contra la campaña estadounidense.
Los cánticos de estos islamistas guardan un cierto parecido familiar en todo el mundo:
Indonesia: "¡Al infierno, Estados Unidos!"
Malasia: "Al infierno América" y "Destruyamos América".
Bangladesh: "Muerte a América" y "Osama es nuestro héroe".
La India: "Muerte a América. Muerte a Israel. Talibanes, talibanes, os saludamos".
Sri Lanka: "Bin Laden estamos contigo".
Omán: "América es el enemigo de Dios".
Yemen: "América es el gran Satán".
Egipto: "Al infierno Estados Unidos, los afganos triunfarán".
Sudán: "¡Abajo USA!"
Bosnia: "Larga vida a bin Laden".
Reino Unido: "Tony Blair arde en el infierno".
En la medida que puedo calcular a partir de los datos electorales, los sondeos, las pruebas anecdóticas y las opiniones de observadores informados, este elemento islamista constituiría del 10 al 15 por ciento de la población musulmana mundial total de alrededor de mil millones - es decir, de 100 a 150 millones de personas en todo el mundo.
La tercera capa consta de musulmanes que no aceptan el programa islámico militante en detalle pero que convienen con su antiamericanismo descarado. Esta opinión se encuentra en casi todas las franjas del espectro político. Un fascista secular como Saddam Hussein comparte el odio a Estados Unidos de los izquierdistas radicales del grupo kurdo PKK, que a su vez lo comparten con una figura excéntrica como Muamar Gadafi. Sondeos solventes en el mundo musulmán no hay, pero mi impresión es que una mitad de los musulmanes del mundo - unos 500 millones de personas - simpatizan más con Osama bin Laden y los talibanes que con Estados Unidos. Que una multitud tan vasta odie a Estados Unidos es realmente serio.
Esto no quiere decir, por supuesto, que el antiamericanismo sea universal entre los musulmanes, dado que sí existen ciertos bastiones de sentir pro-americano. Incluyen el cuerpo militar turco, árbitro final del destino de su país; a varios líderes de países de mayoría musulmana de la antigua Unión Soviética; a los elementos disidentes emergentes en la República Islámica de Irán; y más en general, a los musulmanes que han sufrido de primera mano el yugo del islam militante.
Pero constituyen la minoría. Por doquier, y en todas partes, el antiamericanismo prospera: entre las mujeres recluidas de la élite saudí y los pobladores masculinos de los enormes vertederos de El Cairo, entre los ancianos de rincones remotos de Pakistán y entre los estudiantes de la escuela musulmana de las afueras de Washington, D.C. La hostilidad tampoco se limita siempre a las opiniones. Desde Vietnam, y antes incluso del 11 de Septiembre, más estadounidenses pierden la vida a manos de musulmanes radicales que de cualquier otro enemigo.
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LA SITUACIÓN, pues, es pesimista. Pero no es insalvable, no mucho más que la tesitura en el apogeo de la guerra fría con la Unión Soviética. Lo que hace falta, hoy como ayer, no es solamente precisión y honestidad a la hora de definir al enemigo, sino claridad conceptual a la hora de hacerle frente. Y el primer paso hacia este fin es quizá comprender que, tan paradójico como pueda parecer a la luz de los sondeos que he presentado arriba, los estadounidenses no están inmersos en una batalla real entre islam y Occidente, con lo que se ha venido en llamar "el choque de civilizaciones".
Este famoso término circuló por primera vez de la mano del politólogo Samuel Huntington. Ha sido acompañado, a su propia manera diabólica, por Osama bin Laden. La idea ejerce un innegable atractivo, pero resulta no ser precisa. Cierto, muchos elementos islamistas llegan a buscar la confrontación, por la convicción de que el islam triunfará y alcanzará la supremacía global. Pero diversos factores militan contra una opinión de la situación objetiva tan tajante.
Por una parte, la violencia contra los estadounidenses - y contra los israelíes, los occidentales y los no musulmanes en general - sólo es parte de la historia; la animadversión islamista hacia los musulmanes que no comparten el punto de vista islamista no es menos virulenta. ¿No deja esto claro el paso de los talibanes por Afganistán? Sus múltiples atrocidades y actos gratuitos de crueldad hacia sus correligionarios musulmanes sugieren una postura que linda con lo genocida; el aspecto de la libertad de la crueldad represiva quedaba plasmado en una crónica del New York Times desde un municipio afgano el 13 de noviembre:
Durante las doce horas transcurridas desde que los efectivos talibanes abandonaron este municipio, se ha contagiado un ánimo de celebración. La población de Taliqan, que durante dos años vivió bajo el opresor gobierno islámico de los talibanes, se echó a la calle para zafarse de las restricciones que se habían introducido en los aspectos más íntimos de sus vidas. Los caballeros arrojan sus turbantes al sumidero. Las familias desentierran sus televisores clandestinos. Los restaurantes ponen música alta. Se encienden cigarrillos, y los jóvenes hablan de dejarse melena.
Los talibanes tampoco son la excepción: el islam militante ha abusado de los musulmanes allí donde ha llegado al poder, y donde ha medrado. Ya he mencionado Argelia, un país que, gracias a una década de barbaridades islamistas y con alrededor de 100.000 muertos y contando, se ha convertido en sinónimo de violencia contra correligionarios. Pero orgías de muerte comparables aunque menores han tenido lugar en Egipto, el Líbano y Turquía. ¿Y qué puede decirse de la guerra de los islamistas iraníes al Irak no islamista tras 1982, con sus centenares de miles de musulmanes muertos? El islam militante es una ideología totalitaria agresiva que a última hora apenas discrimina entre los que siguen su camino.
Otra razón para poner en tela de juicio la noción del choque de civilizaciones es que conduce inevitablemente a ignorar diferencias importantes y probablemente cruciales en el seno de las civilizaciones. Tales distinciones salieron a la luz con particular intensidad en 1989, cuando una minoría significativa de musulmanes en todo el mundo denunciaban la sentencia de muerte decretada por el ayatolá Jomeini a nombre del novelista Salman Rushdie - dentro del propio Irán, 127 intelectuales firmaban un documento de protesta contra el decreto de Jomeini - unos pocos más que los destacados occidentales, seculares y religiosos por igual, que disculparon o hallaron alguna forma de "entenderlo". (En una intervención típica, el secretario de la conferencia episcopal gala explicaba que Los versos satánicos era "un insulto a la religión", como si de alguna forma esto justificara de forma idónea la amenaza a la vida de Rushdie).
O vea un ejemplo más cerca de casa y en el tiempo. Tras el 11 de Septiembre, los sondeos realizados en la católica Italia concluían que la cuarta parte de los italianos albergaban la opinión de que los estadounidenses recibieron lo que merecían. Hasta algunos estadounidenses se alineaban con los atacantes, al menos con su selección del objetivo: "Cualquiera que vuele por los aires el Pentágono cuenta con mi voto", anunciaba un catedrático de Historia de la Universidad de Nuevo México. ¿Esto convierte a estas personas en parte del mundo musulmán? ¿Y qué hay de las decenas de miles de millones de musulmanes aterrorizados por los secuestros suicida? ¿Ellos no son parte del mundo musulmán?
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ESTO NOS LLEVA a una cuestión más general y más estrechamente vinculada - a saber, si "el problema" es inherente al propio islam o no. Como todas las grandes religiones, el islam está sujeto a un buen número de interpretaciones, de la mística a la militante, de la tranquila a la revolucionaria. Sus ideas más elementales han sido susceptibles de explicaciones enormemente divergentes. Al mismo tiempo, el islam se diferencia de las otras religiones en que incluye un enorme régimen regulador de la vida pública y las relaciones con los no creyentes; éstas divergen de la sensibilidad moderna y todavía no han sido abandonadas. En resumen, la ardua labor de ajustar el islam al mundo contemporáneo todavía no ha dado comienzo - hecho que en gran medida contribuye a explicar el atractivo de la ideología islámica militante.
Esa ideología no es un fenómeno totalmente nuevo. Sus orígenes se remontan a una forma del movimiento wahabí del siglo XVIII, a los escritos de Ibn Taymiya en el XIII y hasta a los Jarijitas del siglo VII. Pero, como corresponde a una ideología de corte moderno, la versión actual abarca más aspectos de la vida cotidiana (incluye, por ejemplo, la dimensión económica) que cualquier otra variación premoderna. También goza de mayor éxito político. Una interpretación radicalizada del islam se ha asentado, probablemente sobre una franja mayor que en ninguna otra época de los 14 siglos de historia musulmana, y ha desplazado o censurado a cualquier otra competencia seria.
Este radicalismo es la airada respuesta de hoy a la pregunta que lleva 200 años atormentando a los musulmanes, a medida que el poder y la riqueza que en tiempos bendecían al mundo del islam se alejaban paulatinamente durante los cinco siglos previos al 1800 y otras poblaciones y países prosperaban. ¿Qué fue mal? Si el islam trae la gracia de Dios, como se daba por sentado ampliamente, ¿por qué están los musulmanes en tan mala situación? Los musulmanes recurrieron a un buen número de ideologías extremistas del periodo moderno - del fascismo y el leninismo al pan-arabismo y el pan-sirismo - en un intento de responder a esa pregunta por cualquier otro medio que no fuera la introspección, la moderación y la reflexión. El islam militante ha resultado ser la más popular, la más engañosa y la más desastrosa de estas ideologías.
Pero la naturaleza sin precedentes de su dominio, irónicamente, ofrece esperanza. Por pujante que sea la interpretación militante en el presente, no tiene que serlo por fuerza en el futuro. La yihad terrorista contra Occidente es una lectura del islam, pero no constituye la esencia inamovible del islam. Hace cuarenta años, en el apogeo del prestigio de la Unión Soviética y durante los días de gloria del nacionalismo panárabe, el islam militante apenas tenía influencia política alguna. Lo que lo encumbraría más tarde es en sí misma una cuestión fascinante, pero la idea a nuestros efectos es que, igual que el islam militante no era una influencia fuerte hace cuatro décadas escasas, es perfectamente razonable esperar que pueda no ser una influencia poderosa dentro de cuatro décadas.
En contraste, si el fundamentalismo actual fuera verdaderamente indisoluble del islam, entonces no habría más solución que tratar de aislar o convertir a la sexta parte de la humanidad. Como poco, ninguna de esas perspectivas es realista.
Si el choque sísmico de nuestra era no se da entre dos civilizaciones, por fuerza tiene que darse entre los integrantes de una civilización - en concreto, entre los islamistas y los que, a falta de un término mejor, podríamos llamar musulmanes moderados (entendiendo que "moderados" no significa demócratas ni progresistas, sino solamente antiislamistas). Igual que las divergentes ideologías occidentales del fascismo y el comunismo desafiaron y sacudieron Occidente y hubieron de ser desterradas, se da el caso del islam militante y el mundo musulmán. La batalla por la esencia del islam se prolongará indudablemente muchos años y se cobrará muchas vidas, y es probable que sea la gran batalla ideológica de la era de la posguerra fría.
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¿DÓNDE NOS DEJA eso entonces? Estados Unidos, país abrumadoramente no musulmán, no puede restañar los problemas del mundo musulmán, evidentemente. No puede curar el trauma del islam moderno ni hacer gran cosa ni siquiera para paliar el antiamericanismo que prospera en el mundo árabe. A medida que se desarrolla la batalla entre musulmanes, los no musulmanes interpretan en su mayoría el papel de profanos.
Pero los profanos, y Estados Unidos en particular, pueden ayudar a precipitar la batalla e influenciar su resultado de forma crítica. Pueden hacer ambas cosas debilitando al bando militante y apoyando al moderado. El proceso en realidad ya ha comenzado en la llamada guerra contra el terrorismo, y en pequeñas dosis los resultados se han manifestado de forma dramática en Afganistán. Mientras Washington permaneció indiferente, los talibanes gobernaban aquel país y la Alianza del Norte parecía ser, y era, una presencia desbordada. Una vez se implicó el ejército estadounidense, los talibanes se derrumbaron y la Alianza del Norte controlaba el territorio nacional en unas semanas. A una escala general la labor es la misma: debilitar a los islamistas donde ocupen el poder, desalentar su expansión y alentar y apoyar a los elementos moderados.
Debilitar al islam militante exigirá de una política imaginativa y asertiva, hecha a medida de las necesidades de cada país. La huella de la presencia norteamericana se ha sentido ya en un buen número de lugares, desde Afganistán, donde depuso al gobierno, a las Filipinas, donde 93 millones en ayudas al ejército y el orden público, además de un palmarés de asesores, ayudan al gobierno a derrotar a una insurgencia islámica militante. En Pakistán, el FBI entrena a los agentes de aduanas para detectar a sospechosos de terrorismo que se infiltran desde Afganistán. Las regiones anárquicas de Somalia podrían ser las siguientes de la lista.
En algunos casos, el cambio puede llevarse a cabo de forma dramática y fulminante; en otros, la evolución será lenta y gradual. En Pakistán el Estado ha de ser obligado a hacerse con el control de las famosas madrazas (escuelas religiosas) que imparten el fundamentalismo y defienden la violencia. En Irán y Sudán hará falta un esfuerzo mucho más vigoroso y polifacético para poner fin al gobierno del islam militante. En Qatar, sede de la cadena al-Yazira, portavoz de Osama bin Laden, habrá de presionarse al gobierno para que promueva las enseñanzas de un jeque moderado en lugar de las del fundamentalista asentado Yusuf al-Qaradawi ("En la hora del juicio, los musulmanes combatirán a los judíos y los matarán").
Arabia Saudí es un caso especial, al ser el hogar de Osama bin Laden en persona y del de quince de los diecinueve suicidas, sumidero de las ideas que ocupan el corazón de los talibanes y fuente de gran parte de la financiación de las redes islamistas de todo el mundo. Aunque las autoridades saudíes llevan muchas décadas manteniendo una relación funcional con Occidente, también permitieron que el discurso público del reino fuera tomado por el islam militante. Ha de ser purgado con urgencia de un sistema escolar en el que, por ejemplo los libros de texto de décimo advierten a los estudiantes que "Es obligatorio que los musulmanes se sean mutuamente fieles y que consideren su enemigo a los infieles" y de los medios convencionales, por no hablar de otras áreas de la vida pública.
En otros frentes, los centros financieros de todo el mundo, desde los Emiratos Árabes Unidos a Hong Kong, habrán de ser obligados a combatir las actividades fraudulentas que a través de "organizaciones islámicas de caridad" financian a al Qaeda entre otras organizaciones terroristas. El Presidente francés Jacques Chirac ha reconocido que "Europa viene siendo un refugio" de fundamentalistas islámicos; el problema ha de ser tomado en serio, e intervenirse en consecuencia.
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LA GUERRA contra el islam militante reviste implicaciones nacionales también, dado que el peligro interior no es menos amenazador que el extranjero. El objetivo es impedir el perjuicio causado por los antioccidentales radicales entre nosotros, y los medios han de incluir la expulsión, el encarcelamiento u otras formas de contenerlos. Esto implica una modificación activa de las leyes de extranjería y el final en particular del postulado ingenuo que dice que todos los que tienen intención de visitar o emigrar a Estados Unidos desean lo mejor para el país. Ello se traduce en añadir un filtro ideológico al mecanismo de entrada y, en palabras del Presidente, "hacer un montón de preguntas que hasta la fecha no se han hecho". Se traduce en combatir las entidades islámicas "de caridad" que canalizan fondos a grupos islámicos militantes. Y significa tribunales militares donde hagan falta; limitaciones al derecho de confidencialidad entre abogado y cliente en determinados casos; y, cuando sea necesario, el uso riguroso del "fichado racial" para descubrir células durmientes y otros terroristas. Lo más evidente, significa que el Presidente ha de dejar de reunirse con y legitimar a líderes islámicos militantes, como ha hecho reiteradamente tanto antes como después del 11 de Septiembre.+
Pero no nos engañemos. Si Estados Unidos tiene más de 100 millones de enemigos islamistas (por no hablar de una cifra aún más elevada de musulmanes que nos quieren mal por diversos motivos adicionales) no todos van a poder ser desactivados. El objetivo ha de ser más bien disuadirlos y contenerlos. El islam militante es demasiado popular y está demasiado extendido para ser destruido militarmente. Sólo puede ser contenido.
Adoptando la formulación de George Kennan en "Los orígenes de la conducta soviética", su afamado artículo de 1947 acerca de la amenaza del comunismo soviético, "el principal elemento de cualquier política estadounidense hacia [el islam militante] ha de ser la contención paciente y largoplacista pero firme y atenta de [sus] tendencias expansivas". El objetivo ha de ser convencer a sus fieles de que el uso de la fuerza contra los estadounidenses es ineficaz en el mejor de los casos y contraproductivo en el peor - que argelinos y malayos tienen derecho a sus opiniones antiamericanas, pero no pueden actuar según ellas causando daños personales estadounidenses. La única manera de alcanzar este objetivo es asustándolos. Y eso exige dureza y determinación - y perseverancia - a un nivel que los estadounidenses llevan tiempo sin trasladar. También exige de aliados.
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AHÍ ES donde intervienen los musulmanes moderados. Si alrededor de la mitad de la población del mundo musulmán odia a América, la otra mitad no. Por desgracia, están desarmados, dispersos y casi no tienen voz. Pero Estados Unidos no los necesita por su influencia. Los necesita por sus ideas y por la legitimidad que confieren, y en estos haberes sus puntos fuertes complementan con precisión a los de Washington.
El gobierno estadounidense carece de cualquier autoridad religiosa para hablar del islam, aunque no parece reparar en esto. En este extremo dice Osama bin Laden que el mundo se divide en buenos musulmanes y malos no musulmanes, llamando a continuación a la yihad contra Occidente; ¿cómo va a responder de forma plausible un gobierno secular y en su mayor parte cristiano? Seguramente de forma indirecta - aunque la administración ha intentado hacer justamente eso de forma ineficaz.
De ahí que el 3 de noviembre, Christopher Ross, antiguo embajador norteamericano, interviniera en árabe durante quince minutos en la cadena Al-Yazira en nombre del gobierno estadounidense. ¿Su encargo? Nada menos que refutar las acusaciones de Osama bin Laden de que América es enemiga del islam. Ross pasaba a la ofensiva, diciendo a su audiencia que "los autores materiales de estos crímenes no guardan ningún respeto hacia la vida humana, ni siquiera entre musulmanes", y que bin Laden era el verdadero enemigo del islam.
La comparecencia de Ross en Al-Yazira fue una de las muchas jugadas desarrolladas por Charlotte Beers, Subsecretario de Estado a cargo de trasladar el mensaje de América el mundo musulmán. Beers, antes gerente de J. Walter Thompson y Ogilvy & Mather y apodada "la reina de la imagen", es parte responsable de la apertura del Centro de Información de la Coalición (CIC), una "sala de estrategia" de las relaciones públicas. Con dos docenas de plantilla, ofrece ganchos diarios y semanales destinados a periodistas y ha desarrollado una campaña para convencer a los musulmanes de la benigna postura estadounidense hacia ellos y hacia su confesión. Se cercioró de que se enviaran más materiales humanitarios a Afganistán al comenzar el mes sagrado del ramadán, remitió un "catálogo de mentiras [de los talibanes]" a la prensa paquistaní, y organizó encuentros entre legisladores estadounidenses y periodistas de países de mayoría musulmana. También se vale de la cultura popular para cambiar percepciones en el mundo musulmán, alentando, según Variety, el diálogo entre jóvenes estadounidenses y la audiencia joven del canal MTV en Oriente Próximo.
Con respecto al propio islam, el CIC pretende, en palabras de Beers, hacer "visible" que los estadounidenses distinguen y respetan la religión. Esto significa hacer que los funcionarios públicos hablen de la compatibilidad entre los valores estadounidenses e islámicos, repartir grabaciones de un imán musulmán que lleva al Congreso la invocación, e imprimir carteles de "Mezquitas de América". De particular relevancia fue la invitación del Presidente a 50 embajadores musulmanes a la rotura del ayuno del ramadán en la Casa Blanca, con el Secretario de Estado Colin L. Powell y embajadores estadounidenses de todo el mundo siguiendo la iniciativa. Un alto funcionario del Departamento de Estado definía el implausible objetivo de todo esto como poner de manifiesto al mundo musulmán que "los estadounidenses respetan las fiestas [islámicas] igual que las cristianas o las judías". Los planes de futuro son todavía más ambiciosos, centrándose en torno a una emisora en Oriente Próximo que tiene previsto iniciar sus emisiones en febrero con planes de programar en 26 idiomas y orientada a la juventud musulmana.
¿Surtirán el efecto pretendido estos programas? No es probable. Dejemos aparte los aspectos más chirriantes - utilizar la MTV para tender puentes entre civilizaciones, demostrar que el Eid ul-Fitr tiene igual valor para los estadounidenses que las Navidades. Hasta el capítulo de Christopher Ross hizo aguas: "Su actuación fue pésima… Era igual que un robot que hablara árabe", comentaba un crítico árabe. Más profundamente, aunque el objetivo del CIC sea encomiable - se trata, después de todo, de una guerra de ideas - los fundamentos de su campaña son profundamente inestables. Hará falta más gente que los ejecutivos de las relaciones públicas, y que no sean estadounidenses, para conceptualizar y trasladar el mensaje anti-bin Laden, alguien con las credenciales islámicas imprescindibles y un conocimiento profundo de la cultura. Ese alguien es el musulmán moderado, el musulmán que desprecia la perspectiva de vivir bajo el dictamen del islam militante y que sabe concebir algo mejor.
En lo que respecta al islam, el papel estadounidense no es tanto ofrecer sus propias opiniones como apoyar a los musulmanes de opiniones compatibles, especialmente en cuestiones como las relaciones con los no musulmanes, la modernización y los derechos de la mujer y de las minorías. Esto significa ayudar a los moderados a difundir sus ideas a través de emisoras financiadas por Estados Unidos como la recién creada Radio Afganistán Libre, y como ha sugerido Paula Dobriansky, Subsecretario de Estado de asuntos culturales, asegurarse de que las figuras islámicas tolerantes - eruditos e imanes entre otros - son incluidos en los programas de intercambio académico - y cultural - financiados por Estados Unidos.
Los antiislamistas son hoy débiles, están divididos, intimidados y en general son ineficaces. De hecho, las esperanzas de revitalización musulmana pocas veces han sido más pesimistas que en este momento de radicalismo, yihad, retórica fundamentalista, pensamiento conspirativo y culto a la muerte. Pero moderados haberlos haylos, y tienen mucho que ofrecer a Estados Unidos en su propia batalla contra el islam militante, sobre todo con su conocimiento íntimo del fenómeno y de sus debilidades potenciales. Además, la legitimidad que trasladan en cualquier campaña contra el islam militante, simplemente desactivando la acusación de "islamofobia", es valiosísima.
En Afganistán, Estados Unidos aplastó al régimen talibán primero y luego entregó el país a la Alianza del Norte más moderada; está en manos de la Alianza sacar algo de la oportunidad creada por Estados Unidos. Idéntico caso del islam en general. Washington sólo puede llegar hasta cierto punto. Que sus victorias militares se conviertan en políticas dependerá en última instancia de los musulmanes. La lucha contra el islam militante se ganará si América tiene la voluntad y la tenacidad para seguir adelante, y la percepción natural para comprender que su mensaje habrá de ser trasladado en último término por manos diferentes a las suyas.
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+ Robert Kagan, "A la fase II", Washington Post, 27 de noviembre de 2001.
†++ Consulte mi crítica de El fracaso del islam político, de Oliver Roy, en Commentary, junio de 1995.
+++ Consulte mi "El peligro interior: el islam militante en América", en Commentary, noviembre de 2001.
18 de diciembre de 2010: Allá por 2002 sólo podía especular con el apoyo a Al-Qaeda, pero el Pew Research Center llevaba a cabo sondeos hace poco en siete países de mayoría musulmana y Brian Fairchild daba sentido a continuación a las cifras:
El Pew... proporciona los porcentajes de apoyo a al-Qaeda en cada país del sondeo: el 34 por ciento de los jordanos, el 49 por ciento de los musulmanes nigerianos, el 3 por ciento de los libaneses, el 20 por ciento de los egipcios, el 23 por ciento de los indonesios, el 18 por ciento de los paquistaníes y el 4 por ciento de los turcos. En cifras reales, el total es sobrecogedor. La friolera de 129.942.000 musulmanes apoyaría a al-Qaeda. Correcto, casi 130 millones de musulmanes apoyan a al-Qaeda — y eso solamente a partir de los [siete] países visitados por los encuestadores de Pew.