Durante años, mi posición ha sido que la amenaza del Islam radical implica el imperativo de centrar las medidas de seguridad en los musulmanes. Si se busca violadores, uno se fija preferentemente en la población masculina. Igualmente, si se busca islamistas (seguidores del Islam radical), uno se fija en la población musulmana.
Y por eso me apoya una encuesta de la Universidad de Cornell recién publicada que concluye que casi la mitad de la población de los Estados Unidos está deacuerdo con esta propuesta. Específicamente, el 44 por ciento de los americanos creen que las autoridades gubernamentales deberían dedicar atención especial a los musulmanes que viven en América, bien sea registrando su paradero, fichándolos, supervisando sus mezquitas, o infiltrándose en sus organizaciones.
También anima que la encuesta concluya que contra más sigue una persona los informativos de televisión, más probable es que apoye estas medidas de sentido común. En otras palabras, aquellos que están mejor informados en temas de actualidad son también los más sensatos a la hora de adoptar medidas defensivas evidentes en sí.
Esas son las buenas noticias; la mala noticia es la desaprobación casi -universal de esta realidad. Las organizaciones islamistas y las izquierdistas han intimidado a la opinión pública con tanto éxito, que la sociedad educada se distancia de aprobar un enfoque sobre los musulmanes.
En América, esta intimidación se derivó en gran medida de la interpretación revisionista de la evacuación, reubicación e internamiento de los nipones durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque pasaron hace más de 60 años, estos sucesos importan profundamente hoy, permitiendo al lobby victimista, en compensación por los supuestos horrores del internamiento, condenar por adelantado cualquier uso de la raza, la religión, la etnia o la nacionalidad a la hora de formular la política de seguridad nacional
Negando que el tratamiento de los nipones resultara de las preocupaciones legítimas por la seguridad nacional, este lobby ha establecido que éste resultó solamente de una combinación de "histeria en tiempos de guerra" y "prejuicio racial". Al tiempo que los grupos radicales como la Unión Americana de Libertades Civiles blanden esta interpretación, "como una maza en el debate acerca de la Guerra contra el Terror" en palabras de Michelle Malkin, se apropian de los esfuerzos por construir una defensa eficaz contra el enemigo islamista de hoy.
Afortunadamente, la intrépida Malkin, columnista y especialista en temas de inmigración, ha reabierto el caso del internamiento. Su recién publicado libro, con el provocativo título de En defensa del internamiento: el caso del perfil racial en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra contra el Terror (Regnery), comienza con la premisa indiscutible de que en tiempos de guerra, "la supervivencia de la nación va primero". De ahí saca el corolario de que "las libertades civiles no son sacrosantas".
A continuación revisa el archivo histórico de los primeros años cuarenta y descubre que:
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En cuestión de horas tras los ataques de Pearl Harbor, dos ciudadanos norteamericanos de ascendencia japonesa, sin antecedentes previos de antiamericanismo, colaboraron sorprendentemente con un soldado japonés contra sus compañeros Hawaianos.
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El gobierno japonés estableció "una extensa red de espionaje dentro de Estados Unidos" que se cree que incluía centenares de agentes.
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En contraste con el discurso fácil acerca de "campos de concentración americanos", los campamentos de reubicación para japoneses eran "instalaciones espartanas que en su mayor parte eran administradas humanamente". Como prueba, destaca que más de 200 individuos eligieron mudarse a los campamentos voluntariamente.
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El proceso de reubicación en sí mismo se ganó las alabanzas de Carey McWilliams, un crítico izquierdista contemporáneo (y futuro redactor de Nation), por tener lugar "sin tacha".
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Malkin explica que un panel federal que revisó estos temas entre 1981 y 1983, la Comisión de Reubicación e Internamiento de Civiles en Tiempos de Guerra, fue "trufado de abogados de tendencia izquierdista, políticos y activistas de las libertades civiles – pero ni un sólo oficial militar o experto en inteligencia".
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La disculpa de Ronald Reagan en 1988 por el internamiento, además de los casi 1,65 billones de dólares en compensaciones abonadas a ex internados, se basaba en la investigación de la culpabilidad. En particular, ignoró ampliamente el decodificado del tráfico diplomático japonés de alto secreto, mensajes de nombre en código MAGIC, que reveló los planes de Tokio de explotar a los norteamericano-nipones.
Malkin ha prestado el singular servicio de rasgar la investigación académica monotemática de un tema crítico, cortando un consenso lamentable y ridículo para revelar cómo, "dado lo que era sabido y lo que no se sabía por aquel entonces", el Presidente Roosevelt y su personal hicieron lo adecuado.
Ella concluye correctamente que, especialmente en tiempos de guerra, los gobiernos deben tener en cuenta la nacionalidad, la etnia, y la filiación religiosa en sus políticas de seguridad nacional, y adoptar lo que ella llama "fichado de la amenaza". Puede que estos pasos conlleven medidas fastidiosas u ofensivas pero, explica, son preferibles "a la incineración frente a tu escritorio mediante un avión secuestrado en llamas".